Micromentarios | Entre Cortázar y Benedetti

27/02/2024.- En enero de 1980 visité Cuba por primera vez.

Fui invitado a integrar el jurado del Premio Casa de las Américas, en la categoría Literatura para Niños y Jóvenes, la misma donde había obtenido el galardón el año anterior con Evitarle malos pasos a la gente.

De esa visita conservo muchos recuerdos hermosos, entre ellos mi participación en la Peña de los Juglares, de Francisco Garzón Céspedes y Teresita Fernández; haber conocido personalmente a Julio Cortázar, mi ídolo literario de entonces —sí, tal cual: ídolo—; el conocimiento y trato con Haydée Santamaría, fundadora de la Casa de las Américas; mi primera visita a la Finca Vigía de Ernest Hemingway, y la estadía en Pasacaballos, provincia de Cienfuegos, uno de los lugares más bellos del planeta Tierra, desde mi punto de vista.

Pero hubo un episodio que, de no haber advertido justamente un año antes que la celebridad solo es una segunda sombra que viaja pegada a nuestros pies, bajo la suela de los zapatos, habría disparado mi vanidad a niveles estratosféricos.

Ocurrió durante una visita que todos los miembros del jurado hicimos al Museo de la Revolución, en el centro de La Habana.

Por casualidad, cuando bajamos del autobús e ingresamos al museo, me encontré nada menos que entre Julio Cortázar y Mario Benedetti; el primero, presidente del jurado de ese año.

Ellos iban dialogando sobre el punto de vista en la narrativa, y tuvieron la delicadeza de incluirme en la conversación a mí, un aprendiz de escritor de casi 26 años. Me faltaban tres semanas para cumplirlos.

Una vez dentro del museo y de improviso, de una de las salas, surgió como un torbellino una de las guías, una mujer de unos 35 años, de piel tan oscura que reflejaba en su rostro las luces del lugar y una sonrisa a prueba de tristezas y depresiones, que preguntó:

—¿Quién de los señores escritores que nos visitan es Armando José Sequera, que quiero darle un beso?

Todos se volvieron hacia mí —incluso Josune, mi esposa, que me había acompañado— y yo no sabía dónde meterme. Me dio un ataque simultáneo de vergüenza y humildad, de tal magnitud, que debí enrojecer como una fresa o los propios labios de la mujer.

Al saber que yo era por quien preguntaba, se abalanzó sobre mí y me abrazó y besó dos veces en ambas mejillas. Esto último ocurrió porque su abrazo duró varios segundos más de lo normal y, al tenerme a su merced, hizo uso de la licencia.

La razón de este comportamiento había sido su lectura de varios de los cuentos de Evitarle malos pasos a la gente que, a raíz de la concesión del Premio Casa el año anterior, había publicado una revista cubana, no recuerdo cuál, si Bohemia o El Caimán Barbudo. Nunca tuve acceso a tal publicación, que alguien quedó a conseguirme y no lo hizo.

Dicen que cuando la limosna es grande, hasta el santo desconfía. Y una persona que venía detrás de nosotros —de quien solo recuerdo como una voz masculina— desconfió y dijo:

—¡Di, Armando, cuánto le pagaste a esa mujer para que montara este espectáculo!

 


Armando José Sequera


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