Micromentarios | El hombre de la casa

Nunca pude decirle a ninguna de las dos cuánto he agradecido esa experiencia

18/10/22.- El día en que cumplí cinco años, mi madre y mi abuela me dijeron que, a partir de entonces, yo sería “El hombre de la casa”. Y me dieron responsabilidades, no directamente, sino como a un asesor a quien consultarían sobre ciertos aspectos de la vida cotidiana: si se compraba esto o lo otro; si en vez de pagar una sola deuda se amortiguaban dos o tres; si se reparaba el receptor de radio en lugar de adquirir otro, y cosas así.

Dos semanas antes de mi cumpleaños, mi madre me llevó a la tienda La Imperial, en la avenida Universidad de Caracas, para que eligiera el traje –blazer, camisa y pantalón–, que quisiera y la corbata que me gustara. Elegí uno marrón chocolate de leche, una camisa blanca de mangas largas y una corbata azul cielo y plateada. También unos zapatos negros de cuero, cuya superficie reflejaba borrosamente la realidad circundante.

El día de mi cumpleaños, mi madre y mi abuela me pidieron que me vistiera con esas prendas y que me sentara en uno de los sillones de la sala. Lo hice, y no olvido que mis pies no alcanzaban el suelo. Solo lo rozaba con la puntera del zapato al estirar una de las piernas.

A continuación, ambas, vestidas como para una fiesta, me hablaron de lo que significaba estar vivo, de las responsabilidades que esto acarreaba y de cómo yo, a partir de ese día, debía empezar a asumir las mías.

Supongo que mi madre vio mi cara de susto, pues se apresuró a aclararme que tales responsabilidades se limitarían a dos cosas: una, a iniciar mis estudios de primaria cuando mi salud lo permitiera y, dos, a participar de las decisiones que se tomaran en la economía hogareña.

Lo de mi salud hacía referencia a una curiosa alternancia de buena y mala salud casi cada semana. Entonces había varios días en los que me sentía de maravilla y, a continuación, otros tantos con malestar corporal y fiebres. La duración de estos lapsos oscilaba entre cinco y diez días, y su persistencia preocupaba a las dos.

Esto se solucionó cuando, a los siete años, me fueron extraídas las amígdalas, tal como desde hacía tiempo había aconsejado mi pediatra. 

No entendí bien a qué se refería eso de participar de las decisiones de la casa, pero pronto lo supe.

Nunca pude decirle a ninguna de las dos cuánto he agradecido esa experiencia. Honestamente, no la valoré hasta hace unos pocos años.

Cuando solicitaban mi parecer, me trataban como a un adulto y en verdad tomaban en cuenta lo que yo decía. Supongo que ya las decisiones estaban tomadas y que las mismas se regían por el sentido común. El mismo que, gracias a ellas, aprendí a aplicar tempranamente, y por eso mis consejos y sus acciones coincidían con las suyas.

A estas alturas de mi vida debo señalar que esa manifestación de confianza ha sido el hecho más importante en mi formación como ser humano. Echó los cimientos de mi autoestima, me hizo sentir útil y me enseñó que existir conlleva responsabilidades, para con uno mismo y para con quienes compartimos la existencia.

Armando José Sequera


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