Letra fría | ¿Quién dijo familia?
14/06/2024.- En mis tiempos de contestatario, que no cesan —aunque deba confesar que con los años lo sigo siendo, pero en menor intensidad—, no se podía atravesar Rómulo Gallegos, porque le daba hasta con el tobo. Sobre todo por su ligereza al acusar de flojos a los guajiros por verlos descansando en sus chinchorros a las dos de la tarde. ¡Claro, él salía de Maracaibo al despuntar el alba y llegaba a la hora del burro a la Guajira! Por su pereza mental, no atinaba a analizar que esos mismos seres humanos se habían parado a las dos o tres de la madrugada a trabajar, y que cuando esa pepa de sol se ensañaba con aquella zona casi desértica, lo recomendable era guarecerse bajo techo y después de almorzar, acostarse en una hamaca y, ¿por qué no?, echarse un palo de chirrinche, que es por cierto el mejor de los licores digestivos. Un escritor puede escribir muy bien —como es el caso—, y eso hasta yo se lo concedo, pero, ¡joder! ¡Analiza, mijo!, antes de escribir babosadas, ¡piensa un poquito y no catalogues a toda una etnia guajira de vagos y borrachos, porque tú llegaste tarde a su faena! Como el "yo se lo concedo" sonó fuerte y "petulón", viniendo de un escribidor de tercera, como yo, vilipendiando a nuestra honorable momia literaria, me fui entonces a consultar a mi querido profesor José Balza; al inolvidable y fraterno fray Cesáreo de Armellada; a mi profesor Esteban Emilio Mosonyi, docto en la materia; por supuesto, al gran fabulador guajiro, mi hermano querido, Ramón Paz Ipuana, y al profesor, guajiro también, Arcadio Montiel. Todos coincidimos en mi primer reportaje en 1978, en el Suplemento Literario de Últimas Noticias, gracias a su director Ramón Hernández, que Gallegos peló el pedal en esa apreciación indebida. Como también se me pasó la mano con lo de "babosadas", digamos mejor que solo quise advertir al ilustre maestro —aunque ya había muerto en 1969— de su barrabasada racista, de gran daño o perjuicio a nuestra etnia guajira.
Sin embargo, ese no es el caso que hoy nos concierne. Con razón, mamá decía que yo comenzaba una cosa y me perdía en otra. La otra travesura escandalizante fue cuando me paré en un congreso de literatura infantil a decir que: "De entre todos los seres humanos, los padres son los menos indicados para la educación de los hijos", precisamente una cita de Los viajes de Gulliver, que en 1726 el escritor angloirlandés Jonathan Swift publicó de forma anónima.
Todo ocurría en el reino de Liliput. Al respecto, sus códigos rezan:
Sus nociones respecto de los deberes de padres e hijos difieren extremadamente de las nuestras. De ningún modo conceden que un niño está obligado a su padre por haberlo engendrado, ni a su madre por haberlo traído al mundo; lo cual, teniendo en cuenta las miserias de la vida humana, no es un beneficio en sí mismo, ni tampoco fue la intención de sus padres, cuyo pensamiento durante sus lides amorosas tenía bien distinta ocupación. Por estos y otros parecidos razonamientos, es su opinión que los padres son los últimos a quienes debe confiarse la educación de sus propios hijos, y, en consecuencia, hay en cada edad establecimientos públicos adonde todos los padres, con excepción de los aldeanos y los labradores, están obligados a llevar a sus pequeños de uno y otro sexo para que los críen y eduquen; así que llegan a la edad de veinte lunas, tiempo en que ya se les suponen algunos rudimentos de docilidad.
Aunque, al final, convine con la directora del evento —una encantadora señora flaquita con quien, finalmente, establecí una bonita amistad— en que seguramente había exagerado un poco y llegamos a la conclusión de que a la larga hacíamos lo mismo, solo que con derecho a pernoctar en casa. Hoy comparto con mi hijo Vicente en casa de mi hija Ligeia y, a propósito de esto, veo con mucho afecto que Dilcia lo entregó al maternal del colegio Francia de Caracas y se lo devolvieron bachiller con una formación impecable —francés incluido— y hoy es un excelente profesional.
Todo esto es para decir que al ver lo que han hecho Ligeia y mi yerno Carlos Reyes con mi nieta Isabella, un verdadero fenómeno infantil —que podré contar en próximas entregas—, pongo en revisión y en consideración mis reflexiones sobre Liliput.
¡Ja, ja, ja!
Humberto Márquez