Micromentarios | Una lección de solidaridad

23/07/2024.- Los pájaros que venían al merendero que tuvimos en uno de los balcones de mi apartamento apenas duraban dos o tres meses como clientes.

Ello porque, en la urbanización donde resido, otras personas —aparte de mi esposa y de mí— les daban de comer. Nosotros, además, les tenemos, desde hace más de quince años, dos platos de barro que les sirven de bañeras y bebederos.

A cuatrocientos metros, hay montañas casi siempre verdes y ellos las usan de dormitorio y abasto. Como detrás de esas montañas hay otras urbanizaciones, de improviso desaparecen y se van para allá. Prefieren quedarse de aquel lado, pues hay más vegetación silvestre.

Recibimos 21 especies de aves, entre paraulatas llaneras y paraulatas ojos de candil, reinitas, azulejos, carpinteros jabados, cardenalitos, conotos, atrapamoscas, turpiales, canarios de tejado y cristofués.

Entre nuestros visitantes, hubo uno que se hizo inolvidable y al que extrañamos mucho: lo llamamos Sin Colita, pues la había perdido, quién sabe en qué gesta.

Sin Colita, un reinita, se hizo famoso en nuestra casa y entre nuestros parientes y amistades por su valentía.

En los bebederos predomina una pandilla de azulejos. Sus integrantes toman ambos platos y no dejan que nadie más los use.

Sin Colita los burlaba, bañándose en un plato y, cuando lo iban a sacar, saltaba por encima de los azulejos —sin importarle cuántos fueran— y se metía en el otro. Iban tras él y volvía a pasarles por arriba para aterrizar en el primer plato.

Un día les cayó a los azulejos como del cielo, en forma de bala emplumada, y los asustó tanto que se pudo bañar durante un rato a sus anchas.

La máxima hazaña de Sin Colita ocurrió un día en que yo acababa de llenar de agua uno de los platos y él llegó segundos después.

Mientras se refrescaba, pasaron por el cielo dos turpiales persiguiendo a un gavilán. Ambos turpiales anidaban bajo el tanque de agua del segundo edificio al oeste del nuestro, a unos cuarenta metros de distancia.

El día anterior y ese mismo, el gavilán merodeó el nido y ambos padres salieron a la defensa, no sé si de huevos o de polluelos.

De no haber presenciado lo que sucedió, tal vez lo consideraría increíble. Mientras se bañaba, Sin Colita vio lo que ocurría y, de improviso, tomó impulso y se elevó en dirección al gavilán.

Sin temor alguno, pese a que el gavilán era como dieciséis veces más grande que él, lo acometió a picotazos sobre la cabeza y la espalda, como si el problema fuera suyo.

Ahí comprendí que ese pájaro era único y que me acababa de dar una verdadera lección de solidaridad.

A partir de ese momento, tenerle su agua para que se bañara —nunca quiso comer de los cambures y plátanos que les poníamos a nuestros huéspedes— dejó de ser solo un compromiso de amor para convertirse, además, en un privilegio.

Sin Colita siguió viniendo dos semanas más y luego desapareció, junto a los otros reinitas que nos visitaban.

Aunque luego han venido muchos otros pájaros, extrañamos sobremanera a ese corazón emplumado que, aún y para siempre, sobrevuela nuestros recuerdos.

 

Armando José Sequera


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