Micromentarios | Sobre dictaduras

13/08/2024.- Hoy se habla de que en nuestro país existe una dictadura, la de Nicolás Maduro y el gobierno chavista.

Sin embargo, la gente habla lo que quiere, se mueve como y por donde quiere y hace lo que le da la gana, sin que las autoridades le impongan castigo alguno.

En una verdadera dictadura, todo el mundo tiene que andar derechito, como decían los abuelos, y entre tal rectitud observar el silencio como norma dominante. Y si no el silencio, acostumbrarse al habla queda y medrosa.

En torno a vivir en una dictadura, recuerdo dos anécdotas ocurridas en 1957, cuando contaba cuatro años. Quedaron en mi memoria como si las hubiesen marcado a fuego, como escarificaciones indelebles.

Una podría considerarse positiva, y la otra no.

Una mañana, mi madre y yo íbamos de salida, no recuerdo adónde. Encontramos abierta la puerta de la calle. No entrejunta, sino abierta, como si perteneciera a una farmacia de turno.

Ella apuntó que el último que entró —uno de los inquilinos que alquilaba una habitación—, pasada la medianoche, como venía borracho, no la cerró.

Mi casa era una vecindad y había varios residentes alquilados, todos permanentes. El esposo de una señora bastante hablachenta, de cuyo nombre no me acuerdo, arribó esa noche dando tumbos, según mi abuela, que lo vio llegar. Seguramente, fue él quien nos dejó expuestos, pero nadie entró a robar.

Y es que, a quien capturaban in fraganti haciéndolo, le daban una planamentazón, es decir, le pegaban con el canto de un machete en el trasero y la espalda —o donde cayera el golpe— hasta que llegaban a la respectiva jefatura de policía.

Allí le daban otra dosis de coñazos, esto es, de puñetazos y cachetadas, hasta ponerle roja la cara, los labios brotados y sangrantes, los ojos cerrados, más la nariz rota. Lo dejaban, como decía la gente, morado como una guanábana de regalo, que así se pone dicha fruta cuando está madura.

La otra anécdota es la negativa. Por supuesto, fue la que más me impresionó de las dos. Tanto que, cada vez que se mencionan en mi presencia o leo los vocablos dictadura y tiranía, surge en mi mente ese recuerdo, tan nítido como si estuviese reviviendo el momento.

En casa, a cualquier hora del día o de la noche, se hablaba bajito, incluso entre parientes e integrantes de la vecindad. Intrigado por esto, un día le pregunté a mi madre y a mi abuela:

—¿Por qué hablan así, que casi no se oye?

Su respuesta, al unísono, fue contundente:

—Porque las paredes oyen…

Hace algún tiempo, cuando se empezó a hablar de la dictadura chavista, conversé al respecto con dos de mis editores de entonces, de Random House Mondadori. Uno de ellos era uruguayo y el otro argentino.

Ambos coincidieron en que lo vivido por ellos, en sus respectivos países, eso sí habían sido dictaduras. Los dos recordaron anécdotas de silencio, terror y dolor y uno de ellos sentenció:

—Quienes aquí hablan de dictadura, jamás han vivido en una.

 

Armando José Sequera


Noticias Relacionadas