Letra veguera | Los viajes de Leonardo
21/08/2024.- Dentro de un CDI en Barinas, o en un anexo habilitado exclusivamente para la atención de los pacientes víctimas de covid, escuché por primera vez una versión tan terriblemente apocalíptica como las difundidas por los medios comunicacionales identificados ideológicamente con Bill Gates y otros siniestros personajes extraterrestres, terráqueos o androides que —dicen— son los altos jerarcas del llamado Estado profundo. Tal parece ser el caso de Musk, de X, quien supuestamente quiere matar a Maduro a través de videojuegos o encargar a la gente que lo haga desde la comodidad de sus casas, en diversión común con sus padres, quienes creen que González Urrutia ganó el 28-J.
Esa congregación del CDI estaba rezando, o aullando, haciendo proliferar oraciones en dialectos incomprensibles al oído humano sobre cómo —según ese manido concepto de predicado que Google le atribuye— son ciertos asuntos de Dios, que sí es infinito y que todo lo sabe porque está en todas partes, y que todo lo premia o lo castiga aquí en la tierra como en el cielo.
En algún momento, una viejita apolismada dijo: "Solo Dios sabe. Él envió su nueva creación".
Casa confinada
La más fantástica, seguramente por graciosa, conjetura que fui elaborando sobre el quehacer artístico de mi hermano Leonardo durante esa pandemia, inducida por las fuerzas del bien o del mal, o de ambas juntas, o quizás desde años atrás, cuando éramos chicos, es la siguiente: ese Leonardo, el escritor, el inventor, "el maestro", el investigador de todo y de nada, el mágico religioso que se dio el lujo de descubrir a la Virgen del Topochal entre las sombras del patio de su casa en Barinitas; el lector de los petroglifos de papá y José Vicente Abreu, el dibujante del Otro lápiz, el embustero rigurosamente científico, se basó en una caricatura que una vez vi en una revista consagrada a la farándula real (y que mamá guardaba en una cesta de mimbre, que con el tiempo hospedó a una cucaracha espantosa que huyó y la hizo pegar un brinco de la hamaca). Esa curiosa asociación, digo, con la del escritor francés Honoré de Balzac, se parece a la suerte híbrida donde su rostro se me dio un aire un tanto alucinante de aquel Leonardo que, por cierto, nunca he visto escribir, pero sí dibujar en servilletas de bares y otros lugares insólitos.
El viaje
Fue hasta cuando, en la publicación de El viaje, uno de sus libros esenciales, leí en El arte de la prosa ensayística un epígrafe de una de las novelas del francés y, a mi modo, lo comprendí:
¿A qué, si no a una substancia (sic) eléctrica, puede atribuirse la magia con la que la voluntad se entroniza tan majestuosamente en la mirada para eliminar los obstáculos según el mandato del genio, o se filtra, pese a nuestras hipocresías, a través de la envoltura humana?
Historia intelectual de Louis Lambert
El andar, la teoría
En ese texto está la contraseña de El viaje que leí. Supongamos que Leonardo se ha despertado siempre con esa 'substancia eléctrica' en la retina de su mirada socrática —dijera papá—, y entonces emprende el viaje del lenguaje (enigmático), de la poesía y del andar que, según la teoría de Balzac, es "la magia de la voluntad" para transitar caminos, calles, ríos, ciudades, y visitar a los amigos en lugares lejanos o darse una vuelta por donde yacen nuestros muertos.
Sin voluntad, ¿cómo se va a ver esas pátinas que sellan los huesos de quienes se adelantan en el viaje de la muerte?
Sin voluntad no se hubiese fundado Macondo, ni a Comala hubiese ido Juan Preciado a buscar a un tal Pedro Páramo, que dijo ser su padre. Sin voluntad, ni Ulises ni Penélope existirían, ni La Maga, ni Oliveira, ni los puentes de París tampoco; ni Verne hubiese dado la vuelta al día en los ochenta mundos de Cortázar; ni Pablo Castell habría asesinado a María Iribarne; ni Ruiz Guevara; ni Doña Carmen; ni Leonardo mismo hubiese legado a la Caracas de la nueva época, esa Caracas donde por igual se lucha contra el imperio o se baila donde llegue Negel Machado.
En varios de esos viajes, lo he acompañado.
Federico Ruiz Tirado