Crónicas y delirios | Evocación de cuatro tiempos

Cuatro recuerdos y una declaración de amor

28/10/22.- Cuando llegamos a cierta edad madura, para no decir vetusta, porque esa palabra posee emanaciones de naftalina, la evocación se transforma en un asidero que nos mantiene en actitud pensante. Y quien no lo crea, solo debe aguardar el ágil paso de los años a fin de constatarlo.

Digo esto a manera de reflexión (con anuencia de los lectores), pues siempre medito acerca de los eventos tecnológicos que han marcado nuestra senda vital: la radio y la televisión, las computadoras e Internet: cuatro aristas del incesante quehacer humano. A vuelo de pájaro y quizás como catarsis, me permito algunas incidencias personales: 

En mi primera época infantil no había televisión en Venezuela, y todos nos dedicábamos a escuchar la radio; los niños oíamos con regocijo el programa del Tío Nicolás (personaje de Rafael Rivero Oramas) y sus cuentos de Tío Tigre y Tío Conejo; la serie de Tamakún, el vengador errante; y nos despertábamos para ir a la escuela con las voces de los locutores de Radio Continente, “¡Levántese ya, Pedrito Pérez, ding-dong, o quiere que la maestra lo regañe por llegar tarde, ding-dong!”.

Los adultos, sobre todo damas, se pegaban a los aparatos para emocionarse y llorar dramáticamente con la radionovela El derecho de nacer, obra icónica en su género escrita por el guionista cubano Félix B. Caignet, cuyo tema se centraba en si Albertico Limonta era nieto natural de don Rafael del Junco, quien casi mudo y postrado por un accidente, en cada capítulo estaba a punto de revelar el secreto. Era tanta la audiencia de la novela radial, que el país se paralizaba a la hora de su emisión, y se puso de moda en  guaracha y en refrán aquello de: “¡Ya don Rafael habló!”. 

La televisión comenzó en nuestro país el 1º de enero de 1953 durante la presidencia del general Marcos Pérez Jiménez, día de importancia para la dictadura porque así entrábamos en la modernidad radioeléctrica. Mucha gente se agolpaba, como si fuese un relato garciamarquiano en los sitios de venta de televisores para admirar aquella maravilla de donde emergían imágenes y sonidos. También mi pequeño hermano y yo a veces nos escapábamos cuadras abajo para ir de curiosos al Almacén Americano en El Silencio, primera tienda que vendía y exhibía  tan sorprendente magia audiovisual. 

Luego, y como los aprietos económicos de nuestra familia impedían la adquisición del aparato televisivo, acudíamos a casa de una señora amiga en La Pastora, que se había ganado su televisor mediante el sortario número de una rifa, y cuya única exigencia era llevar la silla donde sentarnos. Allí vimos películas clásicas dentro del espacio Tiempo en el Cine; y nos comimos las uñas ante los enigmas del inspector Nick, personaje encarnado por el profesor Alberto Castillo Arráiz, quien años después sería decano de Humanidades de la Universidad Central.

Finalmente nuestros padres compraron el ansiado aparato de TV, y de esa época podemos citar los programas Valores Humanos, a cargo del insigne Arturo Uslar Pietri; El Reino Animal, conducido por Alonso Gamero, biólogo y guía de varias generaciones; y Luces del Saber, asombroso espacio de preguntas y respuestas donde Miguel Otero Silva, Alejo Carpentier y Abelardo Raidi contestaban, en vivo y directo, las interrogantes formuladas por el público.

Décadas más acá, para citar solo un ejemplo de la interminable cadena de emisiones que han existido, nuestro poeta Aquiles Nazoa nos deslumbra con Las Cosas más Sencillas, un hito sensible en el diálogo humano.   

En la década de los ochenta, Isabel Allende, entonces vecina de Caracas, cumplió años e invitó a un grupo de amigos para celebrarlo en familia, y yo me agregué a la reunión como acompañante de mi padre Kotepa y de Pedro León Zapata. Dentro del diálogo cordial, Isabel expresó que recién se había iniciado en la escritura con computadora, exaltando sus grandes beneficios de procesamiento, agilidad, diagramación, almacenaje, simetría y demás atributos, y para finalizar agregó entre risas: “¡Yo no sé cómo los editores aceptaron aquellos originales de mis novelas, plagados de defecaciones de palomas”! (refiriéndose a la corrección mediante Tipex, un líquido blanco que tapaba los errores y permitía sobrescribir). A mí me interesó mucho la opinión de Isabel Allende y al día siguiente resolví llamarla por teléfono. 

En efecto lo hice, y la autora de La casa de los espíritus me contestó, levemente áspera: “Ayer escuchaste todos los beneficios que me ha reportado el procesador de palabras, nada más agregaré: ¡Adquiere ya tu computadora!” Inmediatamente me fui de ronda y encontré por calculada suerte del destino un ordenador económico y a plazos que también incluía impresora. ¡No sabes cuánto te he agradecido el consejo, Isabel de los buenos espíritus!, porque modificó mi tosca rutina escritural y pronto me acostumbré a crear libros bajo la tutoría de esas máquinas electrónicas. 

Internet empezó su pleno ejercicio a mediados de 1983 en Estados Unidos y el año 1989 en Venezuela. Sin dudarlo, podemos aseverar que sus redes interconectadas modificaron la forma de las comunicaciones y también cambiaron el mundo: somos hoy la gran aldea global de McLuhan, aunque con vínculos más diversos y crecientes. 

En lo personal, sostengo, juro y repito que no puedo vivir sin Internet, que sufro hasta las lágrimas cuando la telefónica me corta su asistencia, que leo los periódicos digitales al levantarme, que descargo libros de ensayo, narrativa y poesía, que hablo con familiares a distancias inimaginables, que pago recibos y servicios sin tocar el papel moneda, que voy a exposiciones de pintura, que corroboro síntomas de cualquier enfermedad con el doctor Google, que viajo incesantemente, que remito estos artículos a través del correo electrónico, y que la Internet es casi mi segunda pareja cotidiana (o sin el casi). 
Solo resta despedirme hasta la próxima crónica, amigos cibernautas, mediante un estrecho abrazo on line.

Igor Delgado Senior


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