Micromentarios | Honradez de mentiras
27/08/2024.- El 20 de mayo de 2014 falleció Jaime Lusinchi, expresidente de nuestro país. Fue uno de los nefastos gobernantes de la IV República, aunque supe que antes de meterse en política era un destacado y muy querido pediatra.
La nieta de una persona fabulosa que iba a planchar a nuestra casa, la señora Amada, fue tratada por Lusinchi durante años y toda la familia se deshacía en elogios hacia él. Luego se dio a la bebida y a la política y en esta última hizo carrera, hasta alcanzar la presidencia de la República en febrero de 1984.
Según un amigo periodista, que hizo una investigación superacuciosa sobre Lusinchi y su entorno, el que fuera el penúltimo presidente por Acción Democrática no robó del tesoro nacional ni un centavo. Pero sí dejó que Blanca Ibáñez, su secretaria y amante —y, posteriormente, esposa—, robara millones y más millones de bolívares y dólares, mediante empresas fantasmas, sobornos y comisiones.
Con ello, cometió el crimen perfecto a la vista de todos: al casarse, los haberes obtenidos por ella pasaron a ser bienes de la pareja.
Con Lusinchi, mi hermano, el también escritor José Gregorio Bello Porras, y yo tuvimos una anécdota extraña. Él había nacido en Clarines, estado Anzoátegui, la misma ciudad de donde era nuestro maestro literario Alfredo Armas Alfonzo.
La noche del velorio de Alfredo, en la funeraria Vallés, en la urbanización La Florida, numerosos escritores e intelectuales nos hallábamos en los jardines debido al calor que hacía en la sala velatoria.
A eso de las nueve y media de la noche, llegó Lusinchi. Vestía un traje color crema impecable, es decir, sin la menor arruga.
Cuando hizo su entrada a los jardines —por donde forzosamente debía pasarse para ir hasta el interior de la funeraria—, hubo en todos los grupos de quienes allí se encontraban un movimiento parecido al de las olas en los estadios de fútbol y béisbol.
A medida que él avanzaba, todo el mundo le iba dando la espalda. Solo José Gregorio y yo lo recibimos de frente. Lo hicimos porque a ambos nos pareció farisaica la postura de muchos de los presentes, quienes —todo el mundo sabía— hasta pocos años antes le solicitaban favores —algunos hasta los recibieron— y lo adulaban públicamente. Ahora, al carecer de poder político y hallarse en medio de una investigación judicial, pretendían hacer una demostración pública de honradez.
En vista de que únicamente nosotros no le dimos la espalda, Lusinchi se dirigió adonde nos hallábamos y nos preguntó por el número de sala donde velaban a AAA.
Cuando se lo dijimos, nos dio las gracias y se adentró en la funeraria.
Entonces, pudimos ver cómo la mayoría de los presentes volvía a su posición original y escuchar cómo respiraba de nuevo.
Armando José Sequera