Estoy almado | La quimera de la privacidad de los datos

¿Qué nos hace pensar que las grandes tecnológicas protegen nuestros datos?

21/09/2024.- Hace poco, Enio dejó un papelito que decía: "Pregunte por mí en la frutería de la esquina". Esta era su forma de comunicarse cuando no estaba presencialmente. En su vida los teléfonos celulares no existen. Según dice, lo hace para resguardar algo que millones hemos perdido: la privacidad. "No me interesa la vida en las redes y en teléfonos, prefiero la vida cara a cara", suelta este hombre septuagenario, forjado en las montañas de Caripe er Guácharo, en Monagas, y de paso por la capital haciendo arreglos de plomería y albañilería dentro de los apartamentos.

Es admirable que alguien sea celoso con su privacidad en una era digital, donde la mayoría de los que tenemos un celular "inteligente", ya cedimos a grandes monopolios tecnológicos buena parte de nuestras intimidades.

Aunque el tema parezca novedoso por el uso masivo de celulares y equipos electrónicos, la privacidad siempre ha sido un bien disputado entre la humanidad y los poderes fácticos establecidos.

 

Antecedentes

En las civilizaciones antiguas era usual hablar cerquita de las fuentes hídricas, pues se creía que el ruido del agua impedía que los curiosos pudieran escuchar. La Iglesia, por su parte, consideró desde tiempos remotos que la privacidad era peligrosa, porque relajaba la exigencia clerical de admitir pecados en los confesionarios.

Hasta ahora no se sabe, con documentos comprobables, en qué punto de la historia humana comenzó la lucha en defensa de la privacidad. Se conoce que en 1890 los estadounidenses Samuel Warren y Louis Brandeis escribieron un ensayo para alertar sobre la necesidad de proteger el derecho a la privacidad.

Ambos hicieron la advertencia por los "cambios tecnológicos" que suponían para aquel entonces la fotografía y los periódicos. Warren y Brandeis justificaron la privacidad sobre la base del derecho a la intimidad, un atributo —según ellos— esencial para la humanidad.

 

La controversia contemporánea

En 2021, la empresa WhatsApp causó controversia tras anunciar cambios en su política de privacidad. Según reportes de prensa, millones se fueron de la app. Muchos lo hicieron por moda, la necesidad digital de sentirse más moderno porque "ahora también estoy en Telegram", o al simple miedo infundado por lo que Facebook pudiera hacer con nuestros datos personales.

Digo "infundado" porque no es verdad que Facebook protege nuestros datos cuando navegamos en sus plataformas. Al igual que otros gigantes tecnológicos, Facebook siempre ha usado nuestra información, pues WhatsApp es una empresa de Facebook, y precisamente el modelo de negocio de Mark Zuckerberg es ceder nuestros datos personales a empresas que pagan por ello para hacer publicidad ajustada a nuestros gustos e intereses.

¿Qué nos hace pensar que las grandes tecnológicas protegen nuestros datos?

 

El opio del siglo XXI

Los teléfonos inteligentes y dispositivos electrónicos son nuestra condena y satisfacción, al mismo tiempo. Sin alarmarse ni caer en la histeria, debemos asumir que todos nuestros datos digitales los manejan otros, nos guste o no.

El escándalo de Cambridge Analytica (2015-2016) ratificó la sospecha de que los cifrados de extremo a extremo no son más que un tecnicismo con falsa apariencia de seguridad. De igual modo, la filtración en 2020 de los datos de 235 millones de usuarios de TikTok, Instagram y YouTube revela la permanente vulnerabilidad de los sistemas de seguridad digital.

Es inevitable: por más que Edward Snowden nos recomiende usar Signal, tendemos a dejar nuestro rastro informativo en la red. Culturalmente, lo aceptamos con gusto. Dennis O’Reilly, escritor e investigador desde 1985 de nuevas tecnologías, lo resumió en el 2007 de la siguiente manera: "La mejor manera de proteger tu privacidad en la red es asumir que no la tienes".

Entonces, ¿qué nos queda? ¿No usar más las redes ni las aplicaciones de mensajerías?

Limitar nuestro acceso al mundo digital no parece la mejor salida, pues ya se volvió algo natural en nuestra cotidianidad. Incluso, hay quienes afirman que sin dispositivos electrónicos no podrían vivir. Surtió efecto la creencia de que sin internet ni dispositivos digitales no funcionamos. No hay sinapsis ni emoción que calme nuestros temores y alivie la cuesta de las adversidades mediante un divertido meme, un atractivo video corto o la revisión chismosa del último estado de WhatsApp de nuestros contactos.

 

¿Cuánto somos sin privacidad de datos?

Aunque hay pequeños sectores en el mundo libres de ese cordón digital, la última cifra actualizada indica que un promedio de 3 mil 960 millones de personas en el planeta usan redes y aplicaciones. De esa cifra, el 99% lo hacen mediante dispositivos inteligentes. Al parecer, es nuestro nuevo opio, y para la mayoría de las empresas tecnológicas es la materia prima más codiciada en el siglo XXI.

En ese contexto, el respeto a la privacidad de nuestros datos personales es solo una utopía. En la práctica, el modelo de los gigantes tecnológicos basado en el intercambio de nuestros datos por diversión, entretenimiento y servicios gratuitos online aún tiene bases sólidas.

Cuando creemos que nuestros datos estarán mejor protegidos si nos cambiamos de WhatsApp a Telegram, por otro lado, le confesamos a Instagram —una empresa que por cierto también pertenece a Facebook— cómo nos fue en el día, si terminamos con nuestra pareja, si preferimo el ron o el vino, si somos proaborto o qué comida nos gusta. Es un círculo vicioso en el cual estamos entrampados.

Seguramente, esa debe ser la razón por la cual la Unicef nos pide que nos centremos mejor en los niños. Cada 28 de enero (Día de la Protección de Datos), este organismo nos insiste con educar a los niños con énfasis en el respeto a la privacidad digital. El organismo multilateral dice que su campaña busca que los niños de hoy ejerzan a futuro "una ciudadanía digital responsable".

No sé si nosotros —los de esta generación— lleguemos siquiera a la categoría de "responsables digitales" con el uso que hemos dado a nuestros datos, pero no podemos culparnos de haber pagado la novatada con un fenómeno que apenas fuimos entendiendo a trompicones.

Para las próximas décadas, quienes no quieren arriesgarse son los ricos. Optan por pagar cifras exorbitantes para que ni sus datos ni los de sus hijos sean vendidos como mercancía a Facebook o Google, según publica Nellie Bowles en el The New York Times. La premisa que los adinerados aplican a su prole es: menos exposición a las pantallas, más interacción social.

Por su parte, Europa intenta frenar a los monopolios tecnológicos con un reglamento general que a corto plazo no vislumbra ninguna garantía de éxito, entre otras cosas, porque Facebook y Google esperan pacientemente que los países de la Unión Europea se enreden con legislaciones internas que debe aprobar cada nación, según sus propios mecanismos burocráticos. En efecto, eso es lo que está sucediendo.

Algunos tenían esperanza en Irlanda, porque en Dublín, la capital del país, están ubicadas las sedes de varias poderosas empresas tecnológicas. Se esperaba que allí se aplicaran las regulaciones necesarias, y luego ese ejemplo de mano dura se extendiera al resto del mundo.

Sin embargo, la realidad es que Irlanda, un país azotado otrora por crisis económicas, fue seducida por la generación de empleos y la inversión de las compañías tecnológicas. De ese modo, la regulación del derecho a la privacidad de los datos quedó relegada al olvido.

Mientras todo eso ocurre, a diario millones de usuarios digitales se siguen sometiendo voluntariamente a la gran supervigilancia del capitalismo tecnológico.

Excepto Enio, que aún mantiene el valor de su derecho a la intimidad, dejando papelitos en este mundo que presume estar hiperconectado y modernizado a costa de nuestros datos.

 

Manuel Palma


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