Letra veguera | Alfredo Lugo, mi viejo hermano de izquierda
25/09/2024.- Un viejo amigo, que fue mi hermano, combinaba sus ojos dialogados color mar con la bufanda y el saco de pana antigua con sus meditados argumentos sobre dialéctica. Ese fue Alfredo Lugo, el actor principal de una película que yo iba concibiendo a diario mientras lo escuchaba y con quien reinventaba modos de ser para que la izquierda argentina de aquel entonces nos comprendiera.
Cuando llegué a Buenos Aires a nuestra Embajada en Argentina, designado por Hugo Chávez como su primer secretario, y Alfredo asumía un vasto y polémico campo sociocultural —no le gustaba eso de agregaduría—, la coincidencia nos permitió a ambos compartir lecturas y cine, teatros y mimos en la calle Florida y en San Telmo, en debates sin pies ni cabezas, vinos y carnes.
Con él era frecuente conocer gente erudita y parroquianos. Mi mayor y más secreta alegría era ver su rostro enrojecido cuando nos espetaban desde las esquinas de la ortodoxia más oxidada, aquella heredada de una corriente trotskista, la más padecida y sufrida por los complejos irresolutos que la acompañaban sin remedio y sin clase obrera.
Esa enfermedad infantil del izquierdismo de catadura sectaria, divisionista por naturaleza y hasta cierto punto fantasiosa, muy bien aposentada en el sur de América, merecía un corto metraje mudo de siluetas y escarapelas sin hoz ni martillo: "Vamos a hacerlo, Alfredo —le dije entre risas—, y así aprovechamos los recursos que nos brindan las paranoias novelescas y los hermetismos de Freddy Balzán (nuestro embajador para la época, antes de Roger Capella)".
La risa y el asombro del cineasta que concibió Los tracaleros y Los muertos sí salen, mis dos películas preferidas, se convirtieron en un sketch cotidiano. La primera, la vi con Alfredo Maneiro, quien, según me dijo en un café a la salida del cine: "Los tracaleros es algo así como la R al revés de la Causa: un caso único (en el cine venezolano), pues no hay guerrilleros ni mujeres desnudas".
Rostro rojo, rojito, el de Alfredo, poco amigo de la retórica, muy firme, sí, en la defensa inquebrantable de la batalla, del ajedrez ideológico y el caballo, peón, cuatro, rey, de la avanzada de Hugo Chávez desde el "por ahora" hasta el día en que mandó al Tratado de Libre Comercio (TLC) al carajo en Mar de Plata.
Mi primo Viachislav Silva lo conoció en los años sesenta, cuando se cruzaron en la escuela de cine (universidad) Filmhochschule, de la República Democrática Alemana, en Potsdam.
Viachi vivía muy cerca de la escuela y tenía al frente los estudios de cine de la DEFA antes de la guerra, donde aún se pueden ver los elementos de la escenografía y la utilería de la película Metrópolis, una de las primeras películas de los años veinte.
Algunos de los compañeros y compañeras alemanes de Alfredo fueron también sus amigos. "Astrid —me comentó— es dueña de la anécdota de una de sus primeras películas o ensayos allá, que le gustó mucho". Astrid fue luego la directora del buen teatro de títeres de Berlín, una mujer muy linda y atractiva, me contó el primo desde Alemania.
Cuando venía de Alemania, nos encontrábamos en Caracas, revivíamos sus tiempos y los míos. Cuando yo llegué a Berlín, Alfredo estaba retornando…
Siempre firme, nunca traicionó, lo dice el primo como una declaración del principio que funda la concurrencia y la lealtad.
Hoy Alfredo se fue, pero saldrá de súbito como el dandi comunista que hizo cine sin guerrilleros y mujeres desnudas, hablando los idiomas que aprendió en los trenes del mundo.
Federico Ruiz Tirado