Micromentarios | Torrenciales

12/11/2024.- En días pasados, Facebook me mostró, en minutos, dos caras del mundo. Imágenes catastróficas e imágenes hermosas que, supongo, también aparecieron en otros medios de comunicación.

Me conmovió intensamente el despliegue solidario que se manifestó días después de la catástrofe ocurrida en la Valencia española. Como es sabido, allí llovió en apenas unas horas la cantidad de agua que habitualmente cae en un año. Ello ocasionó la muerte de más de 210 personas y la desaparición de muchas más.

También generó el mayor desastre automovilístico que he visto en mi vida, al arrastrar las aguas desbocadas cientos de vehículos y construir montañas de estos en algunos rincones urbanos. Dentro de algunos de esos autos, fallecieron o resultaron heridas muchas personas que no escaparon a tiempo de los torrentes asesinos.

Son diversas las causas de esta tragedia y no es mi intención hablar de ellas. Esta nota nace de lo visto días después de la calamidad, cuando miles de hombres y mujeres, de todas las edades, se trasladaron hasta la herida ciudad a prestar su ayuda desinteresada.

Verdaderos Amazonas, Nilos y Orinocos de personas partieron a hacer lo que las autoridades omitieron realizar: la limpieza de las calles y avenidas y el apoyo material y espiritual a los damnificados.

Fue conmovedor ver a esos miles de voluntarios y voluntarias desfilar armados con escobas, haraganes, palas y cuanto instrumento de limpieza tuvieran, a plantarle cara a los estragos del siniestro.

Poco después se presentó una larguísima fila de tractores proveniente de las zonas rurales cercanas, cuyos conductores también fueron a movilizar escombros.

Recordé —cómo no hacerlo— una noche de 1999, poco después del deslave mortal ocurrido en el estado Vargas, cuando Mari Pili Hernández, la entonces presidenta de Venezolana de Televisión, solicitó ayuda solidaria para los sobrevivientes.

Mi hija Mariana y yo fuimos en el Metro de Caracas a llevar dos botellones de agua, que fue lo único que pudimos comprar, porque en casa era época de vacas flacas.

Los ojos se nos aguaron al llegar al estacionamiento del canal televisivo y ver cientos de personas que fueron a pie o en autos a dejar su donativo. Este consistía en alimentos no perecederos, pañales para bebés y adultos mayores, colchonetas, cobijas, ropa en mejor estado que las nuestras, agua en botellones, botellas de cinco litros, como las que llevamos mi hija y yo, y también de litro y medio.

Esta era la cara visible de la solidaridad. La más importante, y se sentía en el ambiente, era la voluntad fraternal de quienes se hacían presentes. No exagero al decir que a todas y a todos los rodeaba un aura extraordinariamente luminosa.

Hay quienes dicen y difunden a cada rato que las malas personas son muchas más que las buenas. Mi respuesta en todos los casos es la misma: los malos nos parecen mayoría porque hacen mucho ruido. La bondad, la solidaridad y los buenos sentimientos, aunque se manifiestan de manera torrencial, siempre lo hacen en silencio.

 

Armando José Sequera


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