Tinte polisémico | Son del Valle
15/11/2024.- Es un bello ejemplar de perro criollo, fornido, de pelaje color cenizo. Semeja un pequeño lobo, es alegre y juguetón y da ambas manos para saludar cuando llega una visita a la casa del poeta Aquiles Silva.
Atiende al llamado de Son. Su nombre deriva de la estadía de un trovador cubano de nombre Goober, que interpretaba en la guitarra música tradicional cubana un género que se enorgullecía en ejecutar, al que llamaba feeling.
Cuando Goober entonaba guajira, son montuno y guaguancó, Son observaba y escuchaba concentrado y acompasado con los sonidos graves de la guitarra, como si fuese un director de orquesta, al oscilar su cola, cual metrónomo.
Todo acontecía con total normalidad hasta que apareció para hacerle compañía a Son un nuevo can de nombre Agustín, quien llegó de una barriada de la zona de El Valle de Caracas. Se lo había traído al pueblo Arelis, la compañera de vida del poeta.
Agustín, un citadino con su tumbao caraqueño, con los resabios y mañas traídas de la selva de cemento, en complicidad con un provinciano, Son, de cadencia campesina y ambientado en el paisaje sabanero; así se juntaron los dos cuadrúpedos para compartir aventuras.
Son le mostró a Agustín el territorio, las rutas, los escondites y atajos. Se presentaron juntos como compadres ante las ladies del vecindario.
Transcurrían con regocijo sus travesuras y peripecias conjuntas, copulaban por doquier, pero a Agustín se le ocurrió, quizás alentado por la nueva vida en los montes y por sentirse emperador entre las hembras frecuentadas, que era el momento de poner en práctica sus instintos primitivos de gran predador. Entonces, comenzó a perseguir, atacar, matar y comerse las gallinas de las casas aledañas.
Aparecieron enseguida los problemas, ya que el dulce y simpático Son también le tomó el gusto a cazar y a desplumar los bípedos. Se convirtieron, así, los dos sabuesos, en una amenaza mayor que los mismos rabipelados de la zona.
Los habitantes del vecindario, hartos de la amenaza de estos dos nuevos zorros, y por la defensa de sus aves de sustento, planearon y les tendieron una celada con señuelos a los perros.
Lograron conducirlos a un corral, pero Son, en arrojada y fiera batalla, enfrenta a sus captores. Mientras tanto, el bellaco Agustín aprovechó el lance y logró escapar cuando su compañero se defendía y peleaba por su vida.
El poeta Aquiles notó que esa tarde llegó Agustín a la casa sin su compañero, e intuyó que algo debió haber ocurrido para que solo apareciera un miembro del dúo, quien, con sospechoso sigilo, con el rabo entre las piernas traseras, se escurrió al solar, se ocultó y se echó detrás de un tanque de agua.
Después de un rato, Aquiles se percata del arribo de Son, al que intenta asistir porque está muy maltrecho. Ha llegado a rastras, a duras penas, hasta el patio, busca un rincón y allí se deja caer. Yace muy malito por la paliza recibida.
Se escucha, a través de la ventana de la casa, la música que emite un reproductor de DVD. Es el coro de una pieza cuya letra enmarca la tragedia y dice:
"Óigame, compa'e, no deje el camino por coger la vereda".
El poeta mira con angustia y dolor a su amigo maltratado, que agoniza, y desde allí, en la colina donde está ubicada su casa, observa el horizonte mientras se repite y oye otro estribillo, que como una plegaria expresa:
"No, no, no, que no muera el son monte adentro".
Aquiles acompaña a su amigo durante dos calurosos días con sus dos noches estrelladas y de cielo despejado. Para sus adentros, el poeta, en monólogo solitario, reflexiona y, en voz alta, sentencia:
"Me acompañó por más de nueve años, desde que llegó solito entre los caminos de los matorrales hasta esta casa".
Le aproxima la comida al hocico, pero Son no come ni emite queja alguna, hasta que se duerme profundo y tranquilo.
Allí mismo, en un recodo de ese patio, fue enterrado, con su pelaje tieso por el efecto del intenso sol que irradia en el Valle de Guanape.
Pero la vida sigue su irreversible curso. Ya las manadas de cachorros deambulan por los patios contiguos, destacan unos más avispados y despiertos, que, por cierto, son de pelo cenizo.
Héctor Eduardo Aponte Díaz
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