Aquí les cuento | ¡Agárrenlo! ¡Agárrenlo!

16/11/2024.- Encontrarse con un coterráneo en la concurrida capital depara la inefable sensación de alegría que, pocas veces, queremos disimular, más si ese amigo es de los carnales que crecieron con uno desde la primaria hasta culminar el quinto año, que es el momento de tomar tu pasaje y desaparecer de la querencia donde todos te conocen y saben que no tienes un oficio que justifique tu permanencia en el pueblito, midiendo calle y haciéndote adulto y viejo sin lograr "ser alguien en la vida", como decían los viejos. Habrás de seguir la senda que, durante muchos años, habían marcado todos los jóvenes que tomaban el autocamión para ver desfilar ante sus ojos los verdes pastizales mientras las nubes de polvo borraban las distancias.

Mediaban los años ochenta cuando, desde la guardia de la entrada principal del edificio Victoriano Jordan, me tocó presenciar aquel episodio que se desarrollaba en la esquina siguiente, subiendo la avenida Lecuna.

Lo recuerdo clarito como si hubiera ocurrido ayer nomás.

Claro que conocía a Engelbert Azocar. Habíamos estudiado juntos el bachillerato y él no dejaba de admirarme, vestido con aquel uniforme de héroe, recién asignado por el comando después de haberme graduado en la Escuela de Formación de Bomberos. Él estaba recién llegado a Caracas. Me conversaba que estaba alojado en casa de un familiar en Catia y que le iba muy bien con el primo que le estaba ayudando a conseguir un trabajo para seguir avanzando hacia adelante. Yo le empezaba a contar sobre mis frescas experiencias en el trabajo bomberil. Entonces, en un momento y sin previo anuncio, y a la voz de "¡Julián!", mi interlocutor salió corriendo, cruzando la avenida que separa el cuartel central de bomberos del bullicioso terminal del Nuevo Circo. No volví a verle durante mucho tiempo.

Después, con los años, al encontrarnos un diciembre en el pueblo, me contó:

—Vi que Julián Márquez había salido de la puerta amarilla y cogió hacia arriba. Aunque le grité varias veces, tratando de atraer su atención, no se percató de mi llamado. Como tenía unos cuatro años sin verle y quería hablar con él, se me ocurrió trotar para alcanzarlo. Cuando había avanzado uno veinte metros a la carrera, me encontraba a la altura del terminal del Nuevo Circo. Mientras avanzaba llegó a mis oídos aquel grito de la gente: "¡Agárrenlo! ¡Agárrenlo!". Ya sabía que eso no era conmigo y seguí trotandito hasta ver adelante que Julián se detenía en el carro de las empanadas que está en la esquina de Curamichate. Respiré y detuve la carrera al mismo instante en que recibí una patada voladora en la espalda que me hizo volar y caer aturdido sobre la acera. En un momento, tenía sobre mí a no menos de doce hombres pateándome desde la cabeza hasta las rodillas. Aquello era una lluvia de golpes, maldiciones, palazos, garrotazos y salivazos. Sentí que moriría y les gritaba que me dejaran, hasta que dejé de sentir dolor. Caí en un vacío, como si saltara de un avión sin paracaídas, y en el descenso iba observando todos mis recuerdos bonitos y mis alegrías. Por allá lejos me llegaban las voces en coro que repetían: "¡Dale! ¡Dale!" Otras decían, "¡Mátalo! ¡Mátalo!", pero mientras volaba, nada sentía, miraba solamente los rostros bonitos de mis recuerdos. Una sombra cubría toda esa parte de la ciudad cuando logré ver el rostro de mi amigo Juan Armas, quien trabaja de cocinero en el restaurante Los Navegantes, de la esquina de Curamichate. Este enano se fajó a carajazo limpio con la turba que me estaba linchando. Me dijo después de que me recuperé, en el Clínico, que pudo reconocerme por la nariz, que era lo único que no habían logrado desfigurarme de tanto golpe recibido. Julián no sospechó nunca que, por correr a alcanzarlo para saludarlo, me había encontrado con la muerte. Juan me salvó de chiripa. Después, con el tiempo, me enteré de cómo era la cosa en los alrededores del Nuevo Circo. Bastaba que a algún cristiano se le ocurriera trotar para que, a la voz de "¡Agárrenlo! ¡Agárrenlo!", saliera un batallón de voluntarios a masacrarlo a golpes, patadas e insultos de toda ralea, sin averiguar qué crimen, delito o fractura de las normas de convivencia ciudadana dejara de lado el sparring desafortunado del momento a esa hora del día, en las adyacencias del concurrido terminal de pasajeros caraqueño. Les aseguro que me salvé de chiripa. Igual podrán contar tantos otros transeúntes apurados, confundidos con truhanes por los fiscales, jueces y verdugos de la década de los ochenta en esta ciudad capital.

 

Aquiles Silva


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