Palabras... | Oniria, planeta de los seres libres
A Julián Conrado
No sé por qué, cuando veo la luna o cae la lluvia recuerdo cuando me dejó ir.
21/11/2024.- Oniria, génesis de las alas, fundación sensible de la transparencia, según entiendo, era un lugar donde las lunas encandilaban de enseñanza a los conejos que llevaban en su faz. El sol podía verse a la cara sin pestañear. Y con sus rayos de luz se podía leer en el pasado el destino de los que vuelan y en el futuro el círculo de los que anidan. Si mirabas corriendo el agua de los ríos, parecía que regresaban. Las olas con que se hacían los latidos, casi no tocaban la orilla para no hacer daño a nada. Había mucha sombra y pocas aves, casi todas aprendiendo a volar. Por lo general lo que era hálito emigraba, para ampliar y compartir lo mejor en otros espacios. Incluyendo los seres de corazón, que se iban mirando la claridad nocturna en el centro alto del cielo, sin camino preconcebido, porque en Oniria, donde todo era común de belleza, lo que vivía estaba hecho para irse, sin causar dolor ni azares. Se dice, que a veces se encuentran por ahí gente o alientos, animales o cosas de esa naturaleza, como si hubiesen venido de allá
Tal vez por eso, vivir con los seres libres, es lo más peligroso que nos pueda ocurrir. Principalmente al querer domesticarlos, convertir en jaula o igualar a lo que somos hasta que se parezca al egoísmo, al miedo y la inseguridad de la que estamos instituidos. Esos seres, inadvertidos quizás, son capaces de enamorarse de lo no visible que develan en los otros y que los otros no se dan cuenta. Ante una decisión por defecto, entre quedarse o irse, siempre decidirán partir. Duermen poco y andan mucho. Son seres que creen en la palabra por encima de un documento, y quien no cumpla defínase no apto para estos sobreentendidos acuerdos humanos. Se ríen de cualquier cosa simple y se burlan por dentro de la seriedad y lo formal, con los que pretenden explicarles sus comportamientos. No están hechos para horarios, férreas planificaciones o destinos burocráticos. Solidarios y serviciales, de vez en cuando se meten dentro de la herida y se dedican a quererse, lo que otros llaman ostracismo. A veces se bañan, otras no.
Si usan perfumes es para no desviar la atención, no para oler mejor, de lo mejor que naturalmente olemos. Rara vez se visten a la moda, excepto cuando ha pasado, en la mayoría de los casos siguen vestidos con lo mismo. Leen selectivamente aunque prefieren andar el camino real en vez de imaginarlo deletreando sus sílabas. Esperan el amanecer como quien espera una novia y se duelen por el ocaso cuando recuerdan la oscuridad de los solitarios, y los tristes y envejecidos avisos de neón que cuelgan de los años. Les agrada la profundidad de las noches por ser la región más adecuada e íntima para el arte, como también el trago útil, el verso necesario, la canción que dice, las lunas cuando aparecen, o en su defecto los cielos estrellados.
Tercos, mientras más difícil se haga el camino más llegarán por otro lado. La libertad es su prisión, en la medida en que se sientan extremadamente libres más se estarán quedando, aunque es prudente distinguir que las horas de los seres libres no serán jamás las mismas de los seres cautivos. Se acompañan con la diversidad, respetan la soledad como un amigo imaginario, los derrumba la injusticia, y hacen la guerra si los convoca un ideal. Cuando llegan las dictaduras entran en los ubicables, torturables, desaparecibles. Son exageradamente estéticos, incluso persistentes en conseguir cristales de belleza detrás de la fealdad. A menudo evocan a los amigos, sus ocurrencias, sus virtudes, sus malestares y lo que hacen falta. Le sobran las historias que contar, las citas de autores que los han conmovido y los cuentos de lugares apartados, de pueblos pobres y olvidados como una manera de que otros ubiquen su desamparo.
Andan por la vida cargados de abrazos y se desprenden de los sitios y las cosas que aman con tanta naturalidad, que nos evidencian demasiados estancados y normales, para habitar un mundo donde hay infinito por ver y hacer. Definen el agua como lo más exquisito del universo, y el licor dulce en la garganta, el cariño, y lo amoroso de vivir. En la mayoría de las ocasiones pasan desapercibidos porque son idénticos todos los días. Pueden aparecer por donde nadie los espera y pueden irse sin que nadie lo note. A veces se quedan mirando una pintura por largo rato, piden repetir una música que los posee o se aíslan tocando la piel de una flor o un animal, como si fuera un amor perdido. Los perturba el adiós, por eso igualan los terminales a los cementerios, de los cuales huyen. Se le aguan los ojos con la lluvia, sobre todo cuando cae bajo el sol de los venados o en el medio día de los viajeros. Pero cuando llueve al amanecer, sobre el mar o al irse el sol por el camino de los ríos para dar paso a los dioses nocturnos, bajan la mirada. Y se van imaginariamente a meterse en la calidez de los lejanos, en la memoria de los ausentes para habilitar recuerdos y tocar el estado de ánimo en la neblina que forman las nostalgias. Viven para encontrarse, por eso siempre están partiendo. No resisten tanto tiempo en un mismo lugar y sí en ninguna parte. Se enternecen cuando las mesas se llenan de velas o las casas de planchas de vapor, radios viejos, plantas olorosas a orégano, yerbabuena y romero. Coleccionan paisajes y no olvidan la niñez ni de dónde vienen. Comen poco, casi siempre fuera para no decir hogar.
Cuando andan en el camino, no les falta algo de tomar para compartir con su compañero de viaje que no está, además de celebrar las soledumbres del habla. Temen lo estático y el pasar las horas en lo mismo. Con los años se van desprendiendo de todo: trabajo, familia, casa, lo acumulado y los afectos empalagosos, porque ya no tienen tiempo para sufrir públicamente. Darían cualquier cosa por quedarse, pero saben en lo íntimo que hay que seguir para no morir del todo. Si pueden, y están ganados para resolver necesidades súbitas de los demás, moverán el último gramo de polvo en los rincones para develar debajo de las piedras el brillo del acierto.
Sin embargo, aguantarán sin desesperarse anónimamente el dolor que sea, mientras se trate de estar vivo. A pesar y es de suponer que nadie amará tanto ni tantas veces la vida, como ellos, pero no moverán ni cielo ni tierra para salvarse a sí mismos. Se alegran con las transformaciones y sufren cuando se van para siempre aquellos que han desbordado el corazón con lo posible. Les encanta los recuentos de Nazca, las profecías Mayas, la invención arquitectónica de las iglesias y sus diseños interiores, nada más.
Yo los he visto en el mundo celebrando sueños, al construir y abrir las puertas de sus casas a quienes necesitan un techo. Cuando cantan el verso cotidiano, recogen las cosechas sin mirar a nadie en particular, y nos llegan sus discursos que andan mudándose de noche en las montañas para no descuidar lo que piensan y lo que hacen por la vida, mientras los otros duermen. Siendo efímeros se eternizan en lo que crean y comparten, y en sus formas de ser gente entre la gente. Parecieran anormales pero no lo son, tampoco normales. Quizás son origen de ambos materiales nobles, donde se recuesta el fuego en la leña y la sombra en el sueño.
No están hechos para traicionar, pero si los derriba la emboscada de los cercanos, son enemigos para siempre. Miran y oyen a discreción y hablan mirándote de vez en cuando a los ojos. No se cansan cuando se juntan, pero sí cuando parten los que llegaron. Enferman poco porque no apuran el cuerpo, también los he visto morir sin pedir tregua ni compasión. Y no dan lástima sino ganas de llorar frente a sus párpados bajos, y ganas de morir por volverlos a ver incansables en su manera de alegrar lo que tenemos de triste y lo que nos queda de tiempo entre los juntos.
Si fuera por ellos agonizarían mirando el mar, frente al crepúsculo o las rosas del huerto de la casa donde nacieron. Si fuera por ellos, estarían complacidos de volverse cenizas y ser lanzados en los acantilados para intuirlos como luciérnagas en la hora honda de la noche, frente al polvo blanco de las montañas, festivo en las ramas de los árboles. O cara a los ríos que se ven al abrir las puertas donde nacieron, y que dan al estreno de la calle por donde salen inicialmente a irradiar nueva humanidad. A conciencia, en caso que encuentren a alguien así no contradigan la vida dejándolo como propiedad, porque pertenecen a la senda de todos. No lo atrapen, menos cuando por alguna desolación quisieran quedarse. No se hagan ilusiones ni se obsesionen, aún en la perfección si existiese, harán lo inexplicable para que los dejen ir. De no ser así, se volverán grises, huraños, opacos, torpes, obtusos, malcriados, débiles, ineptos. En fin, una carga y no un hermano, tampoco un amor como estamos acostumbrados a poseer y dominar. Irán perdiendo la audición y el habla, la chispa, lo siempre listo y se irán quedando rezagados, solos, agónicos hasta convencer que deben ser expulsados, liberados. Seguramente con dolor, cierto desprecio y desastre afectivo y casi nula comprensión, pero no les importa si con ello han de volver a su destino alado.
Probablemente fueron pájaros extinguidos, que volvieron como gente para decirnos que no olvidáramos volar.
Calos Angulo