Micromentarios | Queso parmesano y aceite de oliva.
10/12/2024.- Tengo relaciones especiales con los dos productos culinarios del título.
Acepto sin resentimientos los altibajos de mi situación económica. No tengo inconveniente alguno si debo vivir en los límites de la pobreza, ni tampoco cuando rasguño la abundancia. Salvo las preocupaciones por el futuro próximo, me comporto igual a bordo de ambas condiciones.
Cuando la escasez de dinero es el agua donde nado, acepto lo que venga, tal como recibo con tranquilidad lo que la generosidad de Dios y la vida me confieren. Solo hay dos excepciones en tiempos de vacas flacas: no admito cocinar sin aceite de oliva ni comer ningún tipo de pasta sin cubierta de queso parmesano. En esto coincido con mi amiga y editora Isabel De los Ríos, quien tiene similar punto de vista.
Admito que el queso blanco sobre los espaguetis y la respectiva salsa tiene buen sabor, pero no iguala la sabrosura del parmesano en las mismas condiciones.
Este gusto, aunque la ciencia niega la realidad de las manifestaciones tempranas, igual que a las hadas y los ovnis, parece ser innato en mí. Oí contar varias veces a mi madre, mi abuela y mi tía Nora, que cuando tenía más o menos dos años, me llevaban al Mercado de Catia, al comienzo de la urbanización Pérez Bonalde. Para mantenerme distraído, me compraban un trozo de queso parmesano o de papelón que yo roía lentamente, hasta convertir cualquiera de los dos productos en bolitas.
Aunque parezca increíble, la misma me duraba exactamente hasta que volvíamos a casa, donde remataba la faena con total satisfacción.
En cuanto al aceite de oliva, soy vegetariano y sostengo que una ensalada sin su presencia es monte y culebra. En realidad, solo monte, por fortuna.
Hacer cualquier sopa u otro plato sin un toque de este aceite puede catalogarse como pecado mortal. Y ni hablar de utilizar otro tipo de aceite sobre las ensaladas que preparo e ingiero. Sin aceite de oliva es como comer papel bond de colores.
En los tiempos en que nos hicieron afrontar la escasez de productos de cocina como chantaje político, debí hacer cabriolas económicas y geográficas para obtener ambos productos.
No niego que comí pastas con queso blanco y ensaladas con aceite de soya, pero las carencias de mis productos favoritos me llevaron a recorridos por mercados e incluso bodegones, donde a precios prohibitivos conseguía lo que buscaba. En dichos itinerarios coincidí con otros y otras que pensaban como yo.
Por supuesto, ambas compras mermaban –¡y cuánto!– mi preupuesto, pero tanto yo como los otros consumidores de queso parmesano y aceite de oliva nos demostramos a nosotros y a nuestras familias que si uno lucha por lo que quiere, lo termina consiguiendo.
Armando José Sequera