Micromentarios | La estrella en la mano

17/12/2024.- Desde su cama en la planta baja del hospital, Federico vio cómo entraba la noche en la habitación.

Por primera vez asistió al espectáculo que el cielo ofrece a diario, cuando sobre su campo oscuro comienzan a aparecer mágicamente miles de puntos brillantes.

Federico tenía seis años; los había cumplido hacía poco. Había sido ciego desde seis meses después de su nacimiento, hasta unos días antes, cuando una operación le devolvió la vista.

Por eso, sus recién recuperados ojos no perdían detalle del anochecer ni de la asombrosa aparición de estrellas y planetas, donde antes abundaban nubes y estallidos de colores.

Solo el espacio ocupado por la corpulenta silueta de un árbol se mantenía libre de fulgores. Bueno, ni tan libre: de vez en cuando, sus hojas parecían ponerse de acuerdo para hacerse a un lado y dejar pasar uno que otro destello celeste.

En eso, se abrió la puerta de la habitación.

—¡Mamá —dijo Federico—, no prendas la luz!

—¿Te duelen los ojos? —preguntó ella, preocupada.

—No. Estoy viendo la noche…

La mamá de Federico llegó a tientas hasta la cama de su hijo.

—¿Tienes hambre? —preguntó.

—Sí.

—¿Qué quieres que te traiga?

—Más chocolate —respondió Federico, al instante.

—No, hijo. Por traerte chocolate esta tarde, no comiste tu cena y ahora tienes hambre.

—Mamá…

—Dime, hijo.

¿Cómo puedo agarrar una de las estrellas que están allá afuera? Me gusta mucho aquella, ¿la ves?, la que brilla con muchos colores…

—Las estrellas son soles muy grandes y muy lejanos: no se pueden agarrar.

Madre e hijo permanecieron unos instantes en silencio.

—Ya sé —dijo ella—, te traeré un sándwich de queso, ¿te parece?

—Sí.

La madre salió. Federico siguió mirando el cielo.

De pronto, una de las luces que flotaban en el espacio empezó a acercarse a la ventana.

Parecía hallarse detrás del árbol, pues por momentos refulgía con una luz azulosa y por momentos desaparecía. Eso sí, cada vez que la veía brillar, Federico la percibía más próxima.

Eso lo hizo levantarse de la cama e ir hasta la ventana.

En ese momento, vio resplandecer a la estrella tan cerca de sí que estiró la mano y la agarró.

Como si de repente se hubiera dado cuenta de que había hecho algo prohibido, Federico regresó a la cama, sin soltar el astro que se revolvía cosquilloso en su mano.

De nuevo entró la madre.

—¡Ahora sí voy a encender la luz! —dijo—. No es bueno comer en la oscuridad.

—No, mamá, no hace falta —contestó Federico—. Atrapé una estrella.

—¡Ay, hijo, déjate de juegos y…!

Federico abrió su mano y de ella brotó un pequeño resplandor azulado, que apenas iluminó el sudado espacio que abandonaba. La madre aún tenía una de sus manos sobre el interruptor de luz, sin accionarlo.

El astro mostró de nuevo su azulada presencia cuando volaba cerca de la ventana. Luego, ni Federico ni su madre volvieron a verlo.

—¿Viste? —preguntó él.

—Sí —respondió ella y, como si no le diera importancia a la hazaña de su hijo, añadió—. Ahora sí voy a prender la luz, para que te comas tu sándwich.

—¿Viste que sí pude atrapar una estrella?

La madre no respondió. No quiso decepcionar a Federico hablándole de las luciérnagas.

 

Armando José Sequera


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