Aquí les cuento | Balcón con cayena

17/01/2025.- Todas las tardes se podía conseguir a Justino Landaeta en la plaza del pueblo. Siempre se le veía sonriente, rodeado de niños y jóvenes, a quienes respondía cualquier pregunta de sus encargos escolares, o dudas que tuviesen sobre la historia, desde el mismo nacimiento de los pueblos. El viejo, además, era dado a la recitación de poemas y relatos heredados de sus padres y otros mayores que le antecedieron. Justino Landaeta no le negaba un consejo a nadie.

Alejandro sentía por él un gran aprecio y se acercó a confiarle sus cuitas. El consejero le dijo:

—¡No busques la solución a tus tormentos en la caverna oscura de la soledad!

El joven permanecía mirando la lechada que cubría la fachada de la casa con balcón donde, cada tarde, se sentaba la muchacha de la cayena rosada sobre la sien derecha. En las mañanas, el sol se concentraba en esa pared y la luz rebotaba como pelota sobre la corteza de los robles de la plaza, mezclándose con el verde follaje de todos los árboles y las multicolores trinitarias. El verano se volvía más intenso con el paso de los años.

—Vamos a ver, ¿desde cuándo no cruzas una palabra con ella?

—Casi no recuerdo. Creo que la última vez que escuché su voz fue cuando nos egresamos de sexto grado. Han transcurrido muchos años desde entonces.

—¿Y qué pasó, si tú me has dicho que ella es la mujer que has amado?

—¡Sí, tiene razón, pero está siempre trepada en ese balcón de donde nunca desciende!

—Te equivocas. Ella sigue siendo una muchacha normal, que hace lo que hacen todas.

—Sí, ella sale de su casa a la iglesia, pero siempre acompañada de su tía, ¡celosa como una fiera!

—Habrás de encontrar la oportunidad de alcanzarla. Ella no puede impedir que la rueda de la historia continúe su ciclo sobre los días y sobre las empolvadas calles del pueblo.

—Recuerdo que cuando éramos niños jugábamos a los papagayos y a ella le gustaba, además, hacer collares con pericocos y paraparas. Yo siempre le recolectaba esas semillas para sus adornos. ¡Se veía tan linda! Después entendí, tristemente, por qué las maestras nos colocaban de un lado a las niñas y del otro lado a los varones. Eso perseguían: prepararnos para la realidad de la vida donde nos separarían entre ellos, los de las grandes casas, que están sembradas en torno a la plaza, y nosotros, que habitamos las periféricas, que quedan cerca del río y en las calles de atrás. Así nos hemos sentido, ¡siempre a la cola de las bondades de la vida!

—Eso será cierto en la medida en que tú lo asumes como verdadero. ¿Has visto los pichones de un turpial o de un colibrí? Ninguno de nosotros, por mucho poder, por todas las riquezas materiales que tenga, logrará parecerse jamás a esas plumas. Los humanos tenemos floridos colores en el corazón y estos serán de mayor brillo en la medida en que tengamos sentimientos puros cuando eso que llaman amor esté realmente entronizado en el alma de cada uno de nosotros.

El anciano, a continuación, le preguntó a Alejandro:

—¿Crees que realmente naciste para estar suspirándole al balcón de una casa, o para labrar tu felicidad, luchando por remontar al roble que lo supera y dedicarle una canción a la dueña de tus sueños? ¿De dónde viene ese deseo de llegar a las nubes?

—¡Viene desde niño, don Justino!

El día que llegaron a la escuela, a ser inscritos en el primer nivel de preescolar, la dulce Nelca, acompañada de su abuela Concepción, y Leobardo Antúnez, este de la mano de su madre Anitza. Los recibió la maestra Carmen Margarita Olivares, quien al verlos les dijo:

—¡Miren este par de piojillitos lindos que viene a la escuela! ¡Yo los quiero en mi aula! —añadió la emocionada maestra, quien era, además, promotora de las manifestaciones culturales de la institución y excelente bailarina.

Desde los primeros meses de intercambio, nunca dejaron de estar juntos los dos niños.

—Y así seguimos viejo, hasta que terminamos ocho años más tarde la primaria en la escuela Urbaneja. Ya mi corazón adolescente se había acostumbrado al roce de aquellas manos, al perfume de sus cabellos y a la dulce miel de sus ojos, pero aparecieron de repente los portones del nunca más y no nos seguimos frecuentando. Han transcurrido dos décadas de nostalgia y yo he permanecido plantado, como botalón, en esta esquina de la plaza.

El viejo se impulsó en el bastón de vera que tenía apoyado entre sus alpargatas, poniéndose de pie:

—¡Mira este bastón, muchacho! ¿De qué madera es?

—Ese garrote suyo es de palosano, don Justino, ¡madera dura!

—¡Y te la voy a ablandar en las paletas si no sales como un verdadero guanapero a bajarle los pichones a esa paloma que siguen en su nido!

 

Aquiles Silva


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