Micromentarios | La invitación

21/01/2025.- En junio de 2010, recibí una invitación —vía correo electrónico— de una universidad privada de San Cristóbal, distante 642 kilómetros de donde vivo.

El recorrido por tierra toma entre ocho y nueve horas. En época de lluvias y derrumbes, tal lapso puede aumentar hasta doce. Por ello, para mi traslado, debían enviarme pasaje aéreo de ida y vuelta. Como se trataba de una universidad, acepté y pedí que me llamaran por teléfono para ultimar detalles.

La persona que se comunicó conmigo —una profesora que dijo ser la encargada de eventos y espectáculos— se escandalizó cuando le indiqué que mi traslado era doble, terrestre y aéreo, pues como no había vuelos directos entre su ciudad y la mía, debía ir primero a Maiquetía para desde allí viajar al Táchira. Dado que la actividad propuesta era de seis a ocho de la noche, tendría que quedarme esa noche en algún hotel, habida cuenta de que no había vuelos de retorno hasta la mañana siguiente.

La profesora comentó:

—Pensábamos que usted vendría en su carro y que, al terminar, se regresaría.

—No tengo carro —contesté—, y, si lo tuviera, tampoco haría un viaje de nueve horas de ida en el día y otro de vuelta esa misma noche. Ni yo ni nadie se prestaría a un traslado de más de dieciocho horas, más las dos de la actividad, que sumarían veinte, más lo que demore en comer, antes y después, pues como se dará cuenta, las horas dedicadas a ustedes casi equivalen a un día. Por lo tanto, además del traslado a Caracas y el viaje en avión, deben alojarme en un hotel, llevarme a cenar y proveer mi desayuno a la mañana del otro día.

—¡Pero nosotros no tenemos dinero para pagar un hotel ni las comidas! ¡Mucho menos ese vuelo de ida y vuelta en avión! ¡Eso es insólito!

—Es decir —pregunté irónico, aunque comprendía que, pese a su cargo, trataba con alguien que jamás había organizado una actividad cultural, ni había pensado siquiera lo que esto significaba para el o los invitados—, ¿ustedes esperan que yo viaje por mi cuenta y pague por mi alojamiento y las comidas? ¿Al menos tenían previsto pagar la gasolina?

—¡Claro que no! ¡Nosotros pensamos que para usted era un honor que nosotros lo invitáramos!

—Discúlpeme —solté, ya a punto de colgar, ante tamaña desfachatez—, pero son ustedes quienes me están invitando, no yo a ustedes. Por lo tanto, el honor, al recibirme, es de ustedes.

—No estoy de acuerdo —respondió—. Como universidad, somos más importantes que cualquier persona.

—Como universidad sí, pero quien me está invitando es usted, que es una persona.

—Bueno, siendo así…

Y colgó. Sin despedirse, ni excusarse.

Dos días después, me llamó un profesor de la misma universidad para insistir que fuera. Cuando le referí la conversación que había sostenido con quien había llamado antes, me pidió disculpas no una, sino varias veces. No exagero al señalar que sentí la rojez de su rostro a través del teléfono.

Me preguntó, eso sí, si yo estaba dispuesto a ir, cuando la institución contara con los recursos necesarios para sufragar los gastos. Le dije que sí. Sin embargo, en los años transcurridos hasta ahora nunca se ha reiterado la invitación.

 

Armando José Sequera


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