Aquí les cuento | Nunchaku (I)
24/01/2025.- La primera vez que lo vi fue en aquella película llamada Operación Dragón. Ese fue mi caso. Pero es que todos los chamos del barrio salíamos en cambote a treparnos al autobús que llamaban “La Circunvalación”. Era la línea que salía desde Los Magallanes de Catia y daba la vuelta allá abajo, en la Redoma de Petare. Ahí vivíamos nosotros. Por un mediecito, el autobús nos llevaría al centro de la ciudad, donde estaban los cines.
Mediaban los años setenta y, como una pandemia, se había contagiado la fiebre; de ver películas chinas.
¡Toda una novedad eran esas cintas! sobre todo para la muchachera, acostumbrada en el barrio a ver cómo se “arreglaban los asuntos” entre rivales: a plomo limpio.
Nosotros no habíamos conocido a otros chinos más que los que trabajaban en los abastos del barrio. Nadie les sabía su nombre. ¡El barrio se los ponía! Eran unos tipos que permanecían, toda la vida, sin salir de sus casas; y se iban poniendo tan blancos como las hojas de papel que utilizaban para envolver el real de queso que Gladys Ramona me mandaba a comprar para acompañar las arepas del desayuno.
Las películas eran continuadas, empezaban a las diez de la mañana hasta las diez de la noche. Claro, nosotros llegábamos temprano, nos sentábamos en las butacas y volábamos, con la imaginación; hasta el otro lado del planeta. Donde no había drones como ahora ni grandes adelantos. China era tan rural como Burro Bizco; en sus campos los agricultores segaban el arroz a mano y lo acarreaban en carretas tiradas por bueyes.
Las historias eran parecidas a las de nuestros pueblos latinoamericanos. Donde los caudillos del campo armaban a un grupo de esbirros para ir a apalear a los más débiles y quitarles las tierras y el fruto de su trabajo durante años.
Pero a cada pueblo del mundo nunca le faltó un vengador que pusiera las cosas en su sitio. Y nosotros, habitantes de un barrio donde se sentía en la piel toda la injusticia, nos identificamos con aquel hombrecito pálido que peleaba contra un batallón de malandros tarifados. Y lo que quedaba era el reguero de gente tirada por aquellos salones y corredores de las grandes mansiones donde se armara la sampablera.
Todos queríamos aprender kungfú Y hasta nos enteramos que en Caracas habían abierto un gimnasio, “Tak” se llamaba, y que pagando una mensualidad en poco tiempo podías llegar a ser un monje Shaolin. Y ahí sí serías inmune a las trompadas y al sometimiento que tuviste que soportar desde la primaria cada vez que en la escalera te encontrabas al Jabao, a Teretere o Mato Salao, que le hacían la vida imposible a los chamos, obligándolos a entregar un bolívar de peaje, cuando regresaban de la escuela.
Ninguno de los convives de las veredas cercanas y escaleras pudo ir al gimnasio. Era muy costoso. La mensualidad no era tanto, pero el uniforme, de un blanco imponente, era muy caro. ¿Qué nos quedaba? Ver repetidamente las películas e improvisar las rutinas que Bruce nos enseñaba.
Los gringos, expertos en copiarse de todo lo bueno que hacen los otros, inventaron una serie, que hasta el nombre del arte marcial que nos ocupa le pusieron, y buscaron a un actor que lo único que hacía era fumar marihuana y caminar. En sus ratos libres, grababa los capítulos que veíamos, cada semana, en la televisión en blanco y negro. Pero este tipo no peleaba, él andaba con un sombrero y un saco sobre el hombro, como quien va al mercado de Coche a recoger verduras y hortalizas para reforzar el menú de los conejos y los chamos pequeños.
¡Algo bueno tenían aquellas peleas! ¡Esas sí eran unas verdaderas coñazas! Ahí nadie sacaba una pistola, un chopo, una escopeta recortada. A lo sumo, una vez más que otra, un cuchillo que alguien desenvainaba, pero Bruce lo desaparecía con un solo movimiento.
Bueno, pero cuando vimos la otra película, El regreso del Dragón, ahí si se puso la cosa buena, porque el pana Bruce apareció con unos trocitos de majomo, más o menos así de este tamaño, unidos por una cadena y empezó a moverlos así: Los giraba de adentro hacia afuera: ¡chazz- chat chazz- chut! Con una sorprendente habilidad. Movía todo aquello tan rápido y tan preciso hasta que, cuando quería, los frenaba en el sobaco. Claro, él estaba sin camisa y con esos palos golpeaba el cogote de los oponentes, pero con tal velocidad que aquello parecía una ametralladora.
En el barrio sabíamos que los nunchaku eran más fáciles de hacer. Y que con un pedazo de cadena y palos, que no faltan en las faldas de la montaña, podíamos elaborarlos. Además, los tombos no nos los quitaban ni nos amenazaban con la Ley de Vagos y Maleantes, porque nosotros éramos unos chamos discípulos de algún monje Shaolin.
Aquiles Silva
Caracas enero 2025.