Micromentarios | El idiota

28/01/2025.- A lo largo de mi vida he sido calificado varias veces de idiota.

Mi idiotez consiste en preferir siempre lo amoroso, lo hermoso, lo justo, lo solidario, lo ecológicamente correcto, en lugar del dinero.

Entretanto, el dinero se ha convertido en el dios al que la mayoría de mis contemporáneos adora.

Quienes no le rendimos culto somos vistos no solo como idiotas —es el epíteto más suave, aunque en otros países de habla hispana se trata de una gran ofensa—, sino también como retardados mentales, indolentes, absurdos, estúpidos, pendejos y no merecedores de vivir, entre otras cosas.

Hay tanto fanatismo religioso en esto del dinero que asombra no tropezar a cada momento —aparte de los bancos— con otros templos alzados en su honor. Sin embargo, nunca he visto a nadie orar ante un billete de dólar, aunque supongo que muchos lo harán, como dicen las novelas románticas, en el secreto de sus alcobas.

Su portabilidad lo hace un dios móvil o, al menos, un dios portátil, tanto o más que una cruz o una estampa.

Las personas quieren tenerlo en exceso para exhibirlo y para aparentar poder. La posesión de dinero opera como el plumaje de algunos pájaros machos, ya que se le adjudican poderes seductores, poderes que atraen a las desprevenidas féminas.

Asombrosamente, recibir más dinero del necesario se considera normal, civilizado, y es una aspiración de la inmensa mayoría de los humanos.

Alguien que como yo o miles de otros artistas pensamos primero en hacer lo que hacemos por mero amor al arte, somos —según los adoradores del dinero— enfermos psíquicos, individuos no confiables porque podemos mutar en lo que más odian y temen: en comunistas o algo parecido.

Ahora bien, no odio el dinero ni lo rechazo. Es una instancia necesaria para mi desempeño económico en la sociedad. Gracias a ello, no permito que se me estafe o minusvalore.

Antes me ofrecían dictar un curso de modo gratuito y yo aceptaba sin pensarlo. Luego me enteraba de que habían cobrado inscripción y hasta mensualidades por el mismo y que solamente yo quedaba sin remuneración alguna. Los organizadores y otras personas —a las cuales ni siquiera conocía— se repartían el dinero que generaba mi trabajo.

De unos veinte años para acá, averiguo primero quién me solicita un curso, un taller, un artículo o cualquier "colaboración" para aceptar su gratuidad o proponer un pago. Esto, por supuesto, no va con mis amigas y amigos, pero sí por el resto.

Sin embargo, y precisamente por ello, el calificativo de idiota sigue rondándome. Hace poco me recomendaron en un colegio privado de Valencia dictar un taller literario. Cuando fui a la institución, me plantearon que, en vez de uno, requerían tantos talleres como salones de bachillerato había, es decir, 18. ¡Sí, 18!

Cuando hablé de pasar un presupuesto, me adelantaron:

—Nosotros no tenemos dinero para pagarle ni uno. Le pedimos que viniera porque nos dijeron que usted lo hace gratis.

—Uno lo puedo hacer gratis, pero dieciocho no.

La coordinadora del colegio intervino y preguntó groseramente:

—¿Usted nos ve cara de idiotas y quiere ganar dinero a costillas de nosotros?

—¿Y ustedes me la ven a mí?

La mujer no respondió con palabras, pero involuntariamente su cabeza se movió de manera afirmativa. Esto significa que aún se me considera un tonto útil, es decir, un idiota en toda la extensión de la palabra.

 

Armando José Sequera


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