Aquí les cuento | Nunchaku (y III)
07/02/2025.- Había operado un acto de magia en todo Petare, y mira que los padres, siempre preocupados por sus hijos, intentaban toda suerte de actividades en qué distraerlos para alejarlos del "fatal destino" de terminar siendo unos más de los que ilustraran, con sus dantescas poses fotográficas, las páginas de la Crónica Policial.
Espontáneamente, los jóvenes habían optado por la paz. Incluso los que, en el liceo, "se las echaban al hombro" empezaron a tomar en serio a los profesores y las enseñanzas que les asegurarían el grado de bachiller.
Unos cuantos logramos encausar las energías hacia la universidad, hacia los tecnológicos, y un número, nada despreciable, recibió la oferta de la Fundación Cigarrera que abrió una casa en la zona colonial del barrio, ahí mismito, en la plaza.
Las madres estaban felices.
En las tardes nos reuníamos en el mismo patio donde se hacían los templetes. Cada uno sacaba sus palitos encadenados. Pusimos como norma que todos los participantes usaran, como uniforme, una franela blanca, pantalón negro y las cotizas chinas. La franela y las cotizas las vendía cualquier vecina de las que acudían a la zona franca de Margarita. Estaban alegres porque habían instalado un ferri que salía del puerto de la Guaira hasta la isla. El pantalón negro lo tomábamos prestado del escaparate, donde el viejo guardaba "el carnesalá" que usaba para los velorios, y para hacerse la foto cuando lo invitaban a la iglesia a apadrinar al hijo del vecino con quien se echaba palos en el barcito que queda en la esquina, frente al taller mecánico.
Al pasar el tiempo, fuimos pocos, a lo sumo cinco, los que quedamos con el sueño del kungfú. Al año ya ni siquiera nos reuníamos, sino que cada quien practicaba, de vez en cuando, en la terracita o la platabanda de la casa, donde estaban la batea y los alambres de secar la ropa.
Mi madre repetía: "Lo que bien se aprende, nunca se olvida".
Al pasar de los años, cada quien siguió su camino, y me hice profesional en la UCV, donde trabajé durante años como profesor.
Los palitos encadenados desaparecieron del barrio, pero yo nunca deseché los míos. Siempre, antes de bañarme, les daba su pasadita y recordaba los años adolescentes de la Operación Dragón.
Era difícil caminar serenito, como los chinos de las películas, ante tanta escalera del barrio petareño, pero, en el interior, debo confesar que surtió un efecto favorable aquella afición a las películas y al icónico Bruce Lee.
Uno nunca sabe, cuando anda por la selva, de dónde le va a saltar una fiera.
Ya mi desempeño profesional y mi habilidad para los negocios me habían dado la estabilidad suficiente para tener familia.
Una tarde me desplazaba por la avenida Urdaneta, acompañado de mis tres hijos pequeños.
En un segundo de descuido, el carro que conducía impactó, por detrás, a otro vehículo que circulaba por la avenida, justamente frente a la plaza Candelaria.
Del otro carro se desmontó un tipo como de un metro noventa, lleno de músculos, vistiendo una franela blanca, de esas de huequitos, que estaban de moda y que usaban los fisicones que vivían en los gimnasios y se alimentaban con concentrados traídos del norte, bebiéndolos directamente del vaso de la licuadora.
Ese gran carajo se acercó a la ventanilla de la puerta donde yo estaba, humildemente apenado y con esa media sonrisa que llevo dibujada en el rostro. No le importó que estuvieran presente Andrea, Gabriel y Sebastián, quienes eran unos niños de primero, segundo y preescolar. Se despepitó a proferir insultos. Asido al marco de la puerta del conductor, empezó a sacudir mi carrito, como con ganas de voltearlo hasta el centro de la plaza.
El gentío se fue arrecochinando en aquel escenario. ¡Bueno, ustedes saben cómo es Caracas!
No escuchaba razones. Cuando el grandote hizo una pausa y se retiró dos pasos hacia la isla de la avenida, así como para coger aire, salí y me dirigí al maletero del carro y tomé mis palos chinos con su cadenita.
Acercándome decidido al personaje, empecé a movilizarlos: ¡juac, juaaac! ¡Zas, zas, zac! ¡Tras, tras! ¡Chuc, chuc! Yo giraba como en una danza, sin detener la vertiginosa demostración con mis nunchakus. ¡Juac, juaaac! ¡Zas, zas, zac! ¡Tras, tras! ¡Chuc, chuc! Los mirones, que en este caso eran de carne y hueso, y caraqueños de paso, empezaron a aplaudir mi exhibición kunfutosa hasta que detuve uno de los palos bajo el sobaco, sorprendido al observar que el todo músculo iniciaba una vergonzosa retirada, bajando a toda velocidad por la Andrés Bello, dejando su carro atravesado en la avenida.
Ustedes me conocen: soy un hombre de baja estatura, pero esa mañana me sentí como de uno noventa, mientras miraba, por el rabillo del ojo, a la gente que aplaudía. Entonces abordé el vehículo donde esperaban mis tres retoños.
Aunque no vestía el uniforme acordado de franela blanca, cotizas de suela vinotinto y el pantalón negro, había ganado mi único combate. Me sentí un verdadero guerrero shaolin.
Aquiles Silva