Micromentarios | La inteligencia mal usada

25/02/2025.- En los años noventa del pasado siglo XX, tuve, en uno de mis talleres literarios, una alumna que, en vez de usar su inteligencia para escribir o, al menos, para tratar de ser feliz, la empleaba para eludir sus compromisos con ella misma y con las personas de su entorno.

Era una señora de origen colombiano, de 36 años, madre de dos hijos, quien, al tiempo que participaba en uno de mis talleres de creación literaria, atendía su hogar y cursaba la maestría de Literatura Latinoamericana en la Universidad Simón Bolívar, donde yo trabajaba.

Una tarde, en medio de una sesión de este taller, me vi obligado a llamarle la atención, debido a que llevaba varias semanas sin entregar los ejercicios propuestos. Con gran parsimonia, se levantó de su asiento y, a modo de excusa, dijo:

—Perdona, Armando, pero es que no he tenido tiempo de hacerlos: entre las clases, las lecturas y la redacción de trabajos para la maestría, más todo lo que tengo que hacer en la casa, no he podido dedicarme al taller.

Le recomendé que tratara de organizar mejor su tiempo para que no se atrasara; y hasta ahí.

Dos días después, en mi oficina de la universidad, recibí al coordinador de dicha maestría.

—Vine a hablar contigo para pedirte un favor: que no le exijas tanto a C…, porque, según me ha dicho, son tantos los ejercicios de redacción que tú le pones en tu taller y las lecturas que la obligas a hacer, que no tiene tiempo para cumplir con la maestría. Ya ha faltado a varias clases y ha alegado no tener tiempo para hacer los trabajos de las asignaturas. No olvides que, además, ella atiende al marido y a sus dos hijos y ya eso casi no le deja tiempo para nada.

Le expuse lo ocurrido dos días atrás y, por la cara que puso, dio la impresión de no haberme creído.

La siguiente noche asistí a la presentación de una novela de un amigo y allí encontré a dicha alumna y a su esposo, a quien ya conocía, por habérmelo presentado ella misma, al término de la sesión introductoria de mi taller.

En cierto momento, este se acercó a mí y, con suavidad, me reclamó:

—Perdona que te pida esto, pero, con los ejercicios y las lecturas de tu taller, más los trabajos y las lecturas de la maestría, C… nos tiene abandonados en la casa: desde hace casi tres meses no cocina, no limpia la casa, no lava ni plancha la ropa, porque, según dice, las otras actividades no le dejan tiempo para nosotros. Yo me encargo de todo lo que puedo para que ella cumpla sus sueños, pero, como tú sabes, por mi trabajo debo viajar a cada rato y, aunque los niños colaboran, todavía no tienen edad para hacerse las cosas por ellos mismos.

Este nuevo reproche me indignó y pasé a referirle lo ocurrido dos días antes en el taller y la mañana anterior en la universidad.

Al principio, no creyó lo que le conté, pero le di el teléfono del coordinador de la maestría de Literatura para que obtuviera otro testimonio.

Como C… no regresó jamás al taller ni a la maestría, supongo que su marido le exigió que refiriera qué hacía, dónde estaba y con quién en el tiempo que permanecía fuera de casa.

Su comportamiento, después de todo, solo la afectó a ella misma. Quien durante meses se engañó y pretendió engañarnos a profesores y familiares fue ella, y, aquí entre nos, de haberse dedicado, hubiera podido tener una buena carrera literaria. Doy fe de que la misma creatividad que puso para eludir sus compromisos la usó para desarrollar los pocos ejercicios de redacción que hizo.

 

Armando José Sequera


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