Un mundo accesible | ¿Enfermedades raras o huérfanas?
01/03/2025.- Considero fervientemente que al etiquetar una enfermedad como rara, la respuesta puede volverse errática y poco conducente. Es casi como si las estadísticas justificaran una reacción imprecisa. En la mayoría de los casos, quienes padecemos enfermedades con una incidencia de uno en un millón obtenemos un pésame en lugar de una solución o una teoría científica que nos permita desafiar los pronósticos preexistentes.
Congelados en el tiempo, somos espectadores que observan con desesperanza una estructura científica que se ha limitado a vernos apenas como un número más que no pueden abordar.
Siendo médica y paciente, he experimentado en primera persona un gran desconsuelo. Saber que prácticamente nadie se interesaría por una enfermedad tan poco frecuente, me obligó a valerme de mí misma para comprender qué expectativas podía desafiar y a qué actividades debía renunciar, de forma abrupta y desconsoladora.
El origen de esta aflicción me dio fuerzas para escudriñar cada libro existente, no solo sobre mi caso, sino también sobre las mal llamadas "enfermedades raras". No puedo negar que mi padecimiento me llenó de un gran sentimiento de melancolía, pero también encendió en mí una llama que antes no estaba. Fue un llamado a la introspección, a la humanidad y a la empatía.
Los seres humanos no podemos ser reducidos a un simple concepto estadístico, y no existen excusas para tomar atajos si en verdad queremos asumir y compartir el conjunto de conocimientos que provocan un acercamiento imparcial. Ser un científico implica tener el valor de investigar incesantemente la realidad objetiva de cualquier fenómeno, sin dejarnos llevar por criterios mezquinos que usen como precedente o excusa su incidencia. No hablamos de números; hablamos de seres humanos que comparten la misma ambición de lucha que la mayoría.
Por ello, para mí, no existen las enfermedades raras; las concibo como enfermedades huérfanas, que evidencian la fragilidad de nuestra ética, cuando esta debería mantenerse firme y avanzar más allá de lo que consideramos un inevitable precedente. Sin tales intentos no podríamos concebir de la misma manera el avance de la medicina. ¿Debería dicho avance ser selecto y valerse por mayorías y minorías aun cuando todos los pacientes que acuden a nosotros poseen los mismos derechos? Es una interrogante vertiginosa y desafiante, pero podemos llegar a la respuesta correcta si dejamos a un lado nuestras preconcepciones mustias, que languidecen en comparación con el esfuerzo humano, y jamás podrían corresponder con la historia de la medicina y las consecuentes revoluciones científicas que han tenido un efecto directo sobre el impacto de la salud a nivel global.
Aunque miremos hacia otro lado, nuestra historia nos invita a desafiar los anacronismos, valiéndonos de nuestro ingenio y de una ética inquebrantable e inmaculada.
Nuestras acciones o nuestra inacción pueden ser más significativas de lo que solemos considerar. El genio, la creatividad y el trascendentalismo de los que gozamos hoy alguna vez fueron considerados como conceptos abstractos y menospreciados por la mayoría. ¿Dónde reside nuestra autenticidad, si ignoramos el poder del pensamiento crítico y reducimos nuestra óptica a una burda aceptación que acaba con cualquier atisbo de cuestionamiento y curiosidad? Los logros que hoy enorgullecen a la ciencia no son más que el resultado de voces propias e imponentes que generaron grandes cambios en aquello que alguna vez concebimos como una realidad inmutable.
En el presente, vislumbro con vehemencia que los medios en apariencia erráticos y menospreciados están estrechamente vinculados con la evolución de la que hoy nos sentimos orgullosos. Partiendo de esta premisa, te invito, querido lector, a no temer dar el primer paso hacia lo que otros consideran una mera ilusión. Quienes se aferran a una letanía de juicios tan dogmáticos como dicotómicos no solo evidencian sus carencias, sino que también acallan su propia voz, reduciendo todo su potencial a cambio de un atisbo de aprobación.
Por lo tanto, no me queda más que ovacionar y agradecer a las mentes que no privan al mundo de su brillantez, a aquellos que no renuncian ni se valen de las abundantes justificaciones o del coro de los "no" y los "imposible", que escucho con más frecuencia de la que a veces puedo tolerar. Cada uno de ustedes, en soledad y a su manera, posee un valor plausible y edificante. Más allá de triunfos o derrotas, una mente independiente requiere suficiente valentía para desencadenar una serie de cambios bienintencionados.
Siendo más precisa, considero que son merecedores de un respeto que no siempre está al alcance de las grandes mayorías. El riesgo que asumen se traduce en un poderoso motor de transformación en aquello que algunos conciben como una realidad inalterable. Captan el inconformismo y asumen una actitud que destaca por su originalidad, invitándonos a reconocer nuestras capacidades como un potencial latente e irreductible. Cuando este potencial se apoya en una voluntad férrea, puede hacer del mundo un lugar mejor, tanto para nosotros mismos como para nuestros semejantes.
Angélica Esther Ramírez Gómez