Vitrina de nimiedades | José Gregorio, terrenal y celestial
01/03/2025.- Ser considerado santo tiene tantos significados como contextos. Entre nosotros, los expertos en cometer cuanta falta nos aleja de los altares, bien sirve para ironizar sobre los mal portados y para defender a quien creemos incapaz de empuñar sus debilidades contra el mundo. La carga polisémica es tal que el término le permitió a Rodolfo Guzmán Huerta convertirse en un ídolo latinoamericano hecho a punta de lucha libre. En nuestro país, también nos ha servido para hacer nuestro desde hace bastante rato a José Gregorio Hernández. La decisión del Vaticano, conocida esta semana, termina por aceptar el sentimiento de un pueblo, expresado mucho más allá de una simple figura de adoración. Antes, mucho antes, ya era parte de un imaginario libre de cualquier dogma, marcado por la cercanía y el reconocimiento por encima de cualquier postura religiosa.
Decir José Gregorio es evocar familia. Abundan, los hombres y mujeres, que le deben su nombre, producto de la promesa de abuelos, abuelas, padres, madres y demás familiares desesperados por ver vivir a una criatura recién llegada al mundo. Somos muchos quienes tenemos en nuestro árbol genealógico a un ser querido considerado un milagro sin necesidad de comprobación.
Más allá de esa aura celestial, el médico nacido a 604,5 kilómetros de Caracas es también reflejo de compromiso terrenal. Su formación y aportes docentes significaron un avance decisivo para la ciencia venezolana. Así lo testimonia Elementos de bacteriología, el primer texto de esa especialidad producido y editado en el país, en 1906, como parte de los esfuerzos por impulsar la formación de futuros médicos. Seis años después, planteó su visión sobre el pensamiento y carácter humano con Elementos de filosofía, otra prueba de una mente inquieta por entender ese mundo al que también se aproximó desde la fe.
Aunque la religión y la ciencia le reconocen su lugar en la historia, la cultura popular está a la vanguardia en la admiración a Hernández. Su figura parece inmune a las controversias de su época, a las diferencias con otros colegas e incluso al manto oscuro del fracaso (en dos ocasiones intentó formar parte de una orden religiosa, pero no pudo) o sus desencuentros amorosos. En él convivían sin contradicción lo espiritual y lo racional, como lo demostró su disposición a enrolarse en las milicias para enfrentar el bloqueo naval impuesto a Venezuela a principios del siglo XX.
José Gregorio encarna un rostro de nuestra identidad. Su imagen marcada por un traje negro, un sombrero y un bigote, con las manos cruzadas en la espalda, es casi inconfundible. Se ha replicado por décadas en murales, estatuas, estampillas, revistas, libros y en cuanto soporte existe. Ateos y creyentes sabemos de quién se trata. No hace falta rezarle para entender que con él los venezolanos rompieron las amarras impuestas desde las élites sobre la fe colectiva. Creer también puede ser un acto de rebeldía.
Rosa E. Pellegrino