Aquí les cuento | ¡Hágase hombre, carajo!
21/03/2025.- Mi papá me encomendó el primer arreo cuando tenía apenas quince años. Él sabía que yo, por ser pequeño y flaco, sería como una onza para andar por esos caminos y aprendería a ser responsable desde chiquito. Nunca tuve inconvenientes con mi papá por haberme saltado alguna de las tareas que me encargara. A medida que uno camina por esos rumbos, diferentes al pequeño espacio de vida que lo vio nacer, va adquiriendo así como una visión amplia de los asuntos mayores que uno tiene que afrontar para seguir el tránsito de la vida útil y placentera.
Recuerdo que muy pocas veces hice travesuras que me hicieran acreedor del premio mayor que nuestro taita le ofrecía a cualquier zagaletón por andar de manganzón. A mí me gustaban las muchachas, ¿es malo eso?, pero cuando uno empieza con el enamoramiento, toda la vida le sabe a miel de rubita con casabe fresco. Por eso no dejé de recibir mis buenos regaños por andar de patiquín, ya que en algunas ocasiones me le escapaba al viejo. ¡Carajo, ese me daba un solo regaño!
—¡Mire, Ramón Primitivo, usted como que quiere que le dé un par de planazos en ese culo seco para que coja el pisao!
—No, papá, yo me voy a comportar bien. ¡Ya verá!
—¡Más le vale, jipato ladino, porque, si no, ya verá que le salo ese lomo a vergajazos!
Y eso era señalándome una verga de toro que tenía en un rincón, bien tejida con guaralillo y que, para ser sincero, nunca llegué a ver a alguna persona que se la sonaran por las paletas. Aun así, no había que probarla, ya que a uno le daba pena ver a un burro cuando le daban con aquella cosa sobre las grupas. Mira que se encabritaban y no pocos dejaban el reguero de cagajones.
Ahora, tú me preguntas que cómo era la vida del arriero y me llevas, así como bozaliao, por esos tiempos, ¡ja, ja, ja! Ya te dije que apenas tenía quince años cuando me encomendaron el primer arreo. Mira que antes uno iba familiarizándose con el manejo de los animales, de los burros, buscando leña, cargando sacos de maíz del conuco hasta la casa y jugando con esos animales… Tú sabes que a un muchacho lo que más le gusta es jugar… Te puedo decir que yo fui muy feliz. Ojalá pudiera regresar ese almanaque unos setenta años y volver a esos caminos en alpargata y bajo los aguaceros…
Yo nunca me sentí mal en ese trabajo. Siempre permanecía contento en esos caminos y conocía gente en todo el trayecto. Uno veía muchachas de todo porte. Dígame cuando llegaba a un puerto, donde se embarcaban los pasajeros en aquellos barcos grandes llamados balandras, que funcionaban con pura vela, ya que los motores todavía no habían llegado a estos lados del mundo. Después, aparecieron unos barcos que funcionaban con un fogón propio y que consumían carbón; esos eran todos modernos. Más adelante, aparecieron los otros que usaban gasoil y, bueno… así todo fue cambiando. Nosotros, los arrieros, fuimos dejando los burros, apartándonos del camino de la historia para que cruzaran los camiones. Eso que llaman progreso sube a unos cuantos y deja a la mayoría en la cuneta del olvido… Pero sí, puedo decirte que fui muy feliz haciendo de arriero, y hoy que tú hablas conmigo y me pones a destapar esos viejos baúles de recuerdos, me haces sentir en el pecho el aire fresco, perfumado de hierba recién brotada con los primeros aguaceros. Nunca nos faltaba el brío para llegar de un lado, por ejemplo, de Zaraza, que queda bien lejos, y raspar el otro día para Cúpira.
Uno vivía en el camino y era difícil. De los pocos viejos que quedamos en Guaribe, el Valle y Guanape, que fuimos arrieros, ninguno está entero de las piernas. Todos los viejitos estamos rencos, porque, de tanto andar, se nos derritieron los tuétanos en los huesos de las piernas, y de ahí quedaron esos achaques. Los años pasaron y el verdor de los caminos, el canto de las chicharras, los paraderos y los amores quedaron enteritos en nuestra memoria.
De esos cuentos, mira que tendrás que organizar tu tiempo y tus estudios para escuchar todo lo que este viejo puede contarte. Si te pones serio con la cosa, de seguro te dejaré de herencia ese sombrero pelo e guama que tanto te gusta, el mandador y la capotera, que aún tiene dentro el chinchorro, que está ya descolorido por los años y tantas aventuras.
Te agradezco que vengas siempre a acompañar a este viejo que vive sujetándose de su bastón de recuerdos.
Aquiles Silva