Aquí les cuento | La viuda negra

31/03/2025.- La vio por primera vez cuando, aquella mañana de domingo, salía de la iglesia Cristo el Fundamento, ubicada en la esquina sureste de la plaza Bolívar. El rostro de la joven era blanco, salpicado por algunas pecas y ojos marrón claro; todo enmarcado en una castaña cabellera que caía cual dócil cascada sobre sus hombros.

No sabía el recién llegado que aquella atractiva mujer cargaba sobre su grácil figura el mote que le atribuyeran las voces vecinas, por la breve historia de cuatro entierros que en su haber tenía la joven Esmeralda Gómez en menos de diez años.

A los diecisiete cumplidos, aún sin culminar el quinto año, se ennovió con Sergio Rojas, un apuesto guaribero que se dedicaba a la agricultura y cría de animales en el fundo La Tinaja, de su familia.

No había transcurrido medio año cuando, en agosto del año 75, Sergio se desbarrancó en una quebrada en los terrenos del Desparramadero. Fue dado por desaparecido durante tres días, en los cuales todo el pueblo hizo una búsqueda por los montes, hasta localizarlo sin vida, con el cuerpo aprisionado bajo la agonizante bestia que cabalgara.

Todavía Guaribe recuerda aquel entierro que conmovió a todo el pueblo. Esmeralda sufrió mucho aquella partida. Se trajeó de negro durante los siguientes tres años.

Pasado este tiempo, en la Navidad del año 79, cuando las misas de aguinaldo aún se celebraban en la madrugada, conoció un nuevo amor.

El año nuevo recibió a la muchacha con Esteban Zamora, el joven carpintero que realizaba las mejores puertas y ventanas en el taller de su padre y que se perfilaba como un gran hombre por su entrega y calidad de los trabajos, además de su responsabilidad. Todo marchaba normalmente, y se anunciaba boda para el Día de la Patrona, que sería el cercano 10 de febrero.

Exactamente, una semana antes de la boda, el joven carpintero se animó a realizar una despedida de soltero en el pozo del tinajón junto a sus amigos, quienes llevaron una olla para el sancocho y abundantes botellas de anís. Se animaron hasta la madrugada él y los doce jóvenes que le acompañaban. Esteban descendió al pozo a darse una zambullida, de la que no retornaría.

Al amanecer, desparramados sobre la roca del tinajón, estaban los acompañantes y las tres topias del fogón, que aún sostenían la olla del sancocho con la cenizosa huella de las agotadas astillas de guatacaro que calentaran la abundante cena de la víspera. Unos niños que remontaban el río, tronando bagres entre las piedras, encontraron al joven dormido para siempre a la orilla del tinajón. Eran las diez de la mañana cuando despertaron los amigos ante los gritos de alarma de los niños pescadores.

Los amigos la acompañaron y todo el pueblo sufrió aquella pérdida. Esmeralda desempolvó los trapos negros y se le volvió a contemplar luctuosamente vestida cuando salía de su casa hasta la bodega o la misa en la iglesia católica ubicada en la plaza. "¿Qué pena tendría que purgar para lograr mejor suerte? ¿Quién habrá inventado el destino?", se preguntaba. "No creo que exista en el mundo una persona tan desgraciada como yo".

Las amigas intentaban animarla.

—¡Eres hermosa! ¡Debes seguir adelante!

—¡Trataré! —alcanzaba a responder.

Esmeralda, a sus veintisiete años, lucía esplendorosa, pero aún enfundada en aquella oscura prenda que hacía más visible su rostro blanco y la perfección de sus rasgos.

—¡Esmeralda, vamos a la feria! —le invitaron sus antiguas compañeras del liceo, Livia y Sara, aquel año 1986. Ella las contempló en silencio y volteó a ver el rostro de su madre, que tejía, sentada en una silleta de cuero, un colorido chinchorro. Conectó sus ojos con la progenitora, quien la licenciara con una leve sonrisa.

Ese día asistió a la fiesta de coleo, donde los más hábiles trabajadores de ganado derrumbaban aquellos toros mañosos, ante la mirada de los espectadores.

Entre los coleadores estaba su primo José Nicolás, quien siempre la había pretendido.

—¡Mira que los hijos salen tarados! —había escuchado.

Sin embargo, mirándolo bien, el primo no era nada despreciable y esa tarde su espalda se orló con varias cintas de colores, puestas por las muchachas que acudían a festejar el triunfo de los coleadores. Él se detuvo montando su caballo frente a la joven Esmeralda. Ella le sonrió, sin disimular el singular estremecimiento que sintiera al cruzar aquella mirada con ese primo, que bien valdría aceptar en su regazo de afectos.

Al día siguiente, mientras en el club Carvajal se realizaba la fiesta de gala, se les vio juntos bailando la bola y la campanera, que tocaba Chalino y sus muchachos. Las amigas y los conocidos del pueblo la observaban rozagante y feliz al lado de ese nuevo amor. Habían fijado la fecha de la boda para el mes de abril, cuando se realizaba la Semana Santa de ese año.

Había llegado la invitación a los mejores coleadores de los pueblos, venían desde Valle de la Pascua, Las Mercedes, Chaguaramas, Altagracia de Orituco y otras ciudades del país, logrando que la manga de Guaribe abrigara una tarde de coleo, puntuable para el campeonato nacional.

Era la oportunidad esperada por José Nicolás, quien recibiera apoyo de los amigos y compañeros de faena y algunos patronos ganaderos, por aquello de exaltar el gentilicio de los valleros, que no habían tenido la oportunidad de destacar en este deporte de cascos y gritos.

Todo fue puntual después de su caída bajo los innumerables cascos de las bestias.

El viejo escaparate de caoba contenía, aún recién colgado, aquel hábito negro que Esmeralda vistiera durante no menos de una década.

Ya no abriría más sus brazos al amor.

 

Aquiles Silva


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