Letra fría | El primer Juancho

28/03/2025.- Citaba Frasso —mi hermano fotógrafo, famoso por sus trabajos en el Caracazo, que le merecieron el Premio Rey de España, a los que les ha sacado el jugo, y se los sigue sacando… je, je— en un libro de entrevistas, que le estoy editando, que Gabriel García Márquez escribió una obra que se llama Vivir para contarlo. Él decía que una de las cosas más interesantes de un ser humano es la posibilidad de contar lo que ha vivido. Así que ustedes me van a perdonar que me acoja a ese precepto literario para seguirlos fastidiando con la saga familiar de los García Márquez.

Ah, por cierto, ¡mi familia no sabe algo! En 1982, cuando Gabo gana el Nobel, andaba yo por Panamá y por esos tiempos escribía en El Diario de Caracas. Su director, Manuel Felipe Sierra, me sugiere que me baje en Barranquilla y vaya a Cartagena a entrevistar a los padres del Gabo, Gabriel Eligio García y Luisa Santiaga Márquez de García. Yo me hospedé en casa de mi compañero de la Universidad Javeriana de Bogotá Marcel Lemaître, en el Segundo Callejón Truco del Pie de la Popa, y con él llegué a la casa de los García.

Gabriel Eligio estaba jodedor como siempre, con sus charadas chistosas, pero aquella dulce viejecita me repregunta: "¿Cómo me dijo que se llama?". "Humberto Márquez, de El Diario de Caracas", contesté presto. "Bueno, siéntese ahí, que usted y yo somos primos". Según Luisa Santiaga, de España llegaron tres Márquez. Uno se quedó en La Costa, otro se fue a la provincia, y el tercero se fue a Venezuela. Vale decir que todos los Márquez somos primos. ¡Así que, familia, no solo descendemos del prócer Rafael Urdaneta, sino que también somos parientes de un nobel!

Volvamos entonces a nuestra historia, al intercambio de nombre de nuestros "Juanchos". Surge una información en la que Mima, tía Eduvina, tuvo mucho que ver. Como buen periodista, no voy a decir la fuente, pero después de Juan Pablo, nació otro varón y los abuelos pusieron el mismo nombre, pero murió pequeño. Como a la tercera va la vencida, a Juancho le pusieron Pablo Juan, invertido, pero siguió siendo Juancho.

Ya les había dicho en la primera entrega que el primer Juancho, Juan Pablo Márquez García, murió en el naufragio de la piragua Ana Cecilia, el domingo 8 de agosto de 1937, a las diez y veinte minutos de la noche. Lo que no cupo fue el prometido fragmento de la correspondencia que me entregó tía Eduvina, como voto de confianza, con este sobrino escritor.

Es la carta al otro primo, Luis Emilio Rubio, fechada en Maiquetía el 16 de marzo de 1937, posterior a un viaje a Caracas. Luis le recriminaba en una carta anterior unos cambios en su personalidad. Al parecer, Juancho, como todo joven de todas las épocas, intentaba ser aceptado por los jóvenes patiquines de la sociedad de entonces. Confiesa incluso la pena que sentía por la molienda de su tío Pedro. Al respecto, dudé de si era la misma molienda que manejaba tío Ñaño en el pueblo de La Concepción, vía de las haciendas de la familia, pero obviamente no podía serlo, en tanto que la del tío Pedro era en los años treinta, y la de Ermelando —Ñaño— Márquez fue en los años sesenta. Lo único cierto es que, durante todos esos años, la familia estuvo en el negocio de las moliendas, antecedente importante de la industria de fabricación de alimentos para animales, y que ambas esposas se llamaban María.

A continuación, el fragmento conseguido de la carta:

Necesaria, muy necesaria, es para mí esta declaración de principios ante ti, para que no se te venga a los labios que Juan Pablo perdió su viaje a Caracas. ¿Es el mismo, sin querer trabajar ni aprender? No, Luis, no es el mismo… He aprendido mucho en este viaje, he ganado mucho, he cambiado mucho. Ya no soy el patiquín que se vitoqueaba porque supieran que él trataba al Nené Quintero y era recibido por esa sociedad de Maracaibo, especie de basurero ambulante que contagia e infesta a todo el que se le acerque. Ya no soy el patiquín que le daba pena porque sus amigos lo vieran en la molienda de su tío Pedro, adonde lo llevaba el deseo de quitarle dos bolívares para ir a ver tal o cual película de Greta Garbo, cuando en realidad esa molienda era un verdadero laboratorio donde un hombre honrado se gana la vida, sin chanchullerías ni especulaciones bastardas, y también con su botellita de caña para distraerse, porque en su casa lo espera una doña María, que tanto tú como yo conocemos muy bien. Era la botellita que desaparecería si la esperara una Alcira, mi madre-mujer, llanota y sencilla, buena, muy buena… ¡Ahora soy el muchacho grande, que ha visto muy de cerca y ha sentido en carne viva la miseria de nuestro pueblo! Un Juan Bimba, como dice el poeta Andrés Eloy, andando de [ilegible] para ganarse un real, —porque nunca verá en plata, porque esta solamente la ven los ricos— que más tarde se gastará en la pulpería del hato, en un cuartillo de caña y en dos centavos de papelón, pagando un real por lo que no vale más de cuatro puyas.

Tía Eduvina era tan bella y fue tan amiga de mi madre Ana Lucía que la imagino pensando en la travesura de entregármela, más por salvar la historia que por la complicidad que teníamos. En alguna época, me la llevaba a todos los homenajes que me hacían, en los mejores locales de Caracas. Recuerdo que le encantaba mi amistad con Jutaro Sakamoto, el embajador de Japón, pero cuando le dije que le iba a presentar al embajador de Cuba, Norberto Hernández Curbelo, un amiguísimo mío, se negó a tres bandas, pero ya era tarde: Norberto la piropeó y allá rodó… ¡A mi adorada Mima le pareció encantador!

Aquella noche me entregó la carta amarillenta y frágil que anda, más que perdida, extraviada. Me la regaló mi querida tía Eduvina como indicio genético del porqué yo salí el único "cabeza caliente" de una familia copeyana. Ja, ja, ja.

 

Humberto Márquez 


Noticias Relacionadas