Micromentarios | Promesa cumplida

08/04/2025.- Cuando se habla de violencia en nuestra sociedad, siempre se elude mencionar o se ignora la que ejercen algunas personas pseudorreligiosas que, como expresa un dicho, "tiran la piedra y esconden la mano".

Un ejemplo de tal violencia es el que expongo a continuación. Doy fe de que cuanto narro ocurrió en verdad. Ignoro si esto dejó de suceder y la formidable expresión de amor a la advocación de la Virgen es, ahora, realmente pacífica.

Más de veinte años después de haber superado el sarampión, fui con mi abuela Ana a la procesión de la Divina Pastora, en Barquisimeto, para cumplir una promesa hecha por ella.

La promesa no se limitaba a hacer acto de presencia en la multitudinaria romería, sino que también había que cargar la imagen de la Virgen durante un rato. Por fortuna, dicho lapso no fue establecido, porque me hubiera resultado imposible cumplirlo. El salvajismo de parte de la feligresía se ocultaba entre la marcha, en apariencias pía y pacífica.

Jamás fui tan maltratado física y verbalmente como en esa ocasión. Lo peor es que todas las veces que conté mi martirologio, mis escuchas se santiguaban y lo ponían en duda.

El 14 de enero de 1975 o 76 nos trasladamos a una de las calles barquisimetanas por donde llevaban a la Pastora. La acompañaba una colorida y compacta masa de personas, la mayoría cubierta con sombreros, gorras y uno que otro parasol. En algunos sectores del enorme grupo, se escuchaban padrenuestros y avemarías, como en un rosario. En otros, predominaba un silencio solemne.

Nada hacía sospechar la rabia contenida que guardaba la muchedumbre.

Como quien se adentra en un mar de leva, me lancé en diagonal entre la multitud para llegar hasta los portadores de la imagen. En los poco más de cuarenta metros que recorrí, recibí decenas de empujones y golpes en el pecho, los hombros, la cara, la espalda y hasta en la coronilla, además de en las piernas. Me propinaron, subrepticiamente, codazos, bofetadas, puñetazos, coscorrones y patadas al mayor y al detal.

Gracias a un amigo de la familia que encontramos minutos antes, salvé mis lentes. Él me aconsejó, a tiempo, que se los dejara a mi abuela y me internara en la aglomeración a merced de la miopía. Había suficiente sol y luz y gracias a eso lograba ver hacia donde me dirigía.

Desde el primer momento, fui empujado e insultado. Incluso maldecido dos veces. Luego vinieron los puños en los brazos y la espalda y los coscorrones en la cabeza. Dos veces me abofetearon con la mano abierta. A mitad de camino comenzaron las patadas en las espinillas y los pisotones. Lo asombroso era que quienes lo hacían no interrumpían sus rezos y solo cambiaban las expresiones devotas de sus rostros durante milésimas de segundo.

Yo trataba de abrirme paso entre el gentío, de manera educada, pidiendo permiso y ofreciendo excusas. No quiero pensar qué me hubiera sucedido de actuar con grosería y altanería. Mínimo, me hubieran linchado. O tal vez no. Quizás me habrían respetado.

Cuando al fin llegué hasta los cargadores, iba disminuido y adolorido. Dos de ellos me preguntaron qué quería y les respondí que iba a pagar una promesa. La mayoría me negó la posibilidad, pero uno de ellos me dejó tomar su puesto. Aunque la imagen la llevábamos veinte o treinta personas, el peso que cada quien soportaba era enorme.

Cuando accedí a una de las varas de los cargadores, me propuse mantenerme cien o doscientos metros. Pero el paso era muy lento, debido a la cantidad de personas. Por esto, apenas cincuenta o menos metros más adelante, fui separado de forma abrupta por un tipo calvo, con bigote de manubrio y ojos de esquizofrénico que me golpeó dos veces en la espalda, me empujó y me insultó para tomar mi puesto. Según él, yo había durado demasiado sin ser de la cofradía.

Intenté reclamarle y me dio otro empujón que casi me hizo caer. Dos hombres a los que atropellé involuntariamente impidieron mi caída, pero ya no pude volver a mi posición como cargador y el viacrucis comenzó de nuevo. Recibí otras raciones de golpes, en especial patadas, y hasta hubo una mujer que me escupió.

Mi abuela me regañó por lo poco que había durado el cumplimiento de mi parte de la promesa, pero al ver mi labio inferior sangrando, el pómulo derecho inflamado y la manga, también derecha, de mi camisa rota —no supe cuándo ocurrió esto—, me felicitó y dio por concluido el compromiso.

Al llegar a casa, le mostré los moretones de mi espalda y mis piernas y exclamó:

—¡Ay, Dios! ¡Me lo dejaron como un Cristo!

 

Armando José Sequera


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