Aquiles cuento | La viuda negra y III
11/04/2025.- ¡Es que usted no la conoce! ¡Sí, es verdad, es muy linda! Pero…
-¡Pero nada! ¡Estoy enamorado de esa mujer!
Era la conversación que sostenía Characón con el joven perito agropecuario que había llegado al pueblo hacía apenas tres meses, a encargarse de la oficina del Ministerio de Agricultura y Cría.
Era incuestionable la belleza de Esmeralda Gómez, quien a la vista de todos, enfundada en su vestido negro, cada tarde cruzaba la plaza hasta la iglesia donde, a las seis, el cura repetía el mismo ritual de oraciones, campanadas, hostias y vino.
En el restaurante Mi Atalaya se reunían todas las tardes los hombres para refrescarse tomando cervezas media jarra, que costaban dos bolívares. Y a conversar se ha dicho. Chismes van y chismes vienen.
Ahí se sabía de la talla de cada busto y cadera de las mujeres del pueblo. De los saltos de empalizada de los amantes y de la orlada cornamenta de los burlados varones, entre ellos los mismos que se echaban palos todas las noches, dejando sin resguardo los tesoros familiares.
Sergio Franco sabía que lo mejor que podía hacer, al escuchar los relatos cargados de morbo, era permanecer callado.
Después de la cena, y dos cervezas, subía a la planta alta del edificio, donde estaba alojado en la habitación marcada con el número seis.
Desde el balcón del hotel, poco usado por los inquilinos, la veía pasar cada tarde. Y barajaba en su silencio las cartas posibles para acercarse a aquella joven bordada de misterio que el pueblo señalaba como portadora de malos augurios. Toda una malinche.
Ella vestía de negro
Sergio, siguiendo la moda que se había impuesto en los años setenta de vestirse igual a la novia o la esposa, decidió empezar a comprar pantalones y camisas oscuras. Y siempre se cruzaba precisamente en el camino de la joven mujer, con una rosa en sus manos.
Ella sin levantarse el velo que cubría su rostro la recibía en silencio.
Sergio caminaba cerca sin decir una palabra, haciéndole compañía hasta la entrada de la iglesia.
Empezó a familiarizarse con el joven, quien se retiraba hacia el Mi Atalaya, una vez que ingresara hasta la primera fila del templo…
Characón le aseguraba a Sergio que la Esmeralda estaba tocada de la cabeza porque había saltado en esos años desde la Iglesia evangélica a la católica y que indistintamente acudía a las dos congregaciones. Y todo parecía justificarse, porque Esmeralda, más que nadie, sentía la necesidad de encontrar al dios que le diera las respuestas acerca de su permanente desgracia.
-¡No me interesa! -afirmó el perito...
Durante dos semanas, Sergio había salido a las fincas del municipio a realizar la campaña de vacunación.
Al regresar al Mi Atalaya, lo primero que hizo fue arreglarse y salir a esperarla en la plaza, con la flor en la mano.
-¿Dónde te habías metido? Preguntó la joven mujer. Sergio sintió que el pecho se le inflaba con un aire caliente al escuchar, por primera vez, aquella dulce voz.
La hermosa mujer no sabía nada de campañas de vacunación ni de fiebres aptosas ni brucelosis.
La tarde siguiente apareció de nuevo con la flor, y la joven Esmeralda, sonriente y con un fresco brillo en sus ojos, aceptó la invitación.
Juntos acudieron al cafetín The Insolait the flower, de Freman Graterol, conocido como Toro Negro. Y entre jugos y sonrisas acordaron amarse para el resto de sus vidas. ¿De la vida de los dos o la de Sergio solamente?
Le había aceptado todas las flores que pudo recoger, de los jardines, para enamorarla.
Largas conversaciones sostenían en la mesa del rincón del hotel restaurante, donde Sergio habitaba. Su plato preferido era un guiso de carne con papas y chícharo pintón con ensalada de aguacate que Leticia preparaba.
-¡Está bien Sergio! ¡Pero será lejos de este pueblo!
Esa fue la única condición. Nadie más que ellos tendrían interés en fijar el momento de la discreta partida…
En la plaza Bolívar del pueblo, el viejo Characón, cincuenta y pico años después, relata los pormenores de la vida de aquella misteriosa mujer, quien desapareciera de la vista de todos.
El viejo fabulador sabía exactamente adonde se habían ido.
La primera hija se llamaría Safiro, la segunda, Cristal, y la tercera igual que su madre: Esmeralda.
No tuvieron varones y todavía, ya abuelos, siguen amándose y él todavía le regala flores. Y le invita un café en el más modesto cafetín de la ciudad, el cual evoca al The Insolait the flower.
Cuando partieron, dos semanas después de su primera noche, solamente quedó sobre la cama, en la habitación número seis del Mi Atalaya, aquel vestido negro y el velo con que Esmeralda Gómez cubriera su tristeza.
Aquiles Silva.