Letra fría | El Grupo Mugre
18/04/2025.- En la historia de los grupos literarios siempre se forman subgrupos que, sin ser organizaciones orgánicas, existen en el imaginario colectivo de los circundantes. El Grupo Mugre fue uno de ellos, era como el último escalón de la sociedad de las clases sociales literarias, en el reino de Sabana Grande, aparte de ser una joda de Daniel González -que la recordó a propósito del gran Mario Abreu, uno de los nuestros por humilde- para definir el pequeño conglomerado de los marginados de la literatura y el arte, esa suerte de lumpen "poetariado" de la bohemia de la traviesa comarca. Allí entraban El Perro de la calle, un señor de Ciudad Bolívar, que siempre andaba de flux y corbata, creo que había sido guerrillero por su espesa barba, a lo Carlos Marx; El Conejo, un panita burda que era muy simpático; el poeta Miguel James, aunque él no iba tanto; Iván Campero, un "clochard" políglota, protegido de una catira millonaria, que andaba con su fluxecito gris y unos libros debajo del brazo. Iván dormía en la carpintería de Chucho, en San Agustín, pero cuando se le hacía tarde, yo me lo llevaba para mi casa, porque nosotros los estudiantes de Letras, también éramos parte del Grupo Mugre, ¡claro, teníamos cierto status Jeje!, y junto a Edgar Narváez, “El Motilón”, por cineasta; Ricardo Domínguez, por pintor y hermano querido; Miguel Ángel Buonafina, que no solo por ser hermano de la famosa actriz Doris Wells, sino por cargarle el maletín a Caupolicán Ovalles, tenía también sus privilegios; además de Dumbo Márquez, que ese sí era burgués de verdad, porque vivía en el Country Club, constituíamos la Lumpemburguesía del Grupo Mugre. En resumidas cuentas, un espejo de periodismo histórico de la vida nocturna, "bohemia pura de noble corazón", magia genealógica y jodedera perenne. Hasta de tristezas, porque en la arepera de la Casanova mataron de varias puñaladas a Buonafina, por defender a Iván Campero.
De la élite Mugre no podemos olvidar a Armandito Contreras, un gran poeta joven hermano nuestro, que cuando se quedaba en casa amanecía en el balcón del apartamento de La Quebradita, y mi hijo Marcel me despertaba, porque según él, -¡nunca entendí por qué!-, allí estaba Fernandito Villalona. Armando murió moneándose por un ventanal del Pent House que le prestaba María Di Mase en la parroquia Candelaria. Un día se le perdieron las llaves y en vez de sacar unas nuevas, se metía por las ventanas, por fuera del edificio, y una noche, después de unas cervezas con William Osuna, a lo mejor medio curdo, peló el pedal, y allá rodó. A William, El Catire Hernández D’Jesús y Gabriel Jiménez Emán, no los meto en esa colada, porque ya eran como poetas consagrados, o por lo menos publicados, pero siempre estaban cerca en La Bajada. Y eran panitas burdas, como decía El Chino Valera, que con sus guayaberitas parecía, más de acá que de allá, y Orlando Araujo, que también prefería las travesuras del Grupo Mugre.
El Grupo Mugre fue una banda de cronopios, parses a lo colombiano, o aseres a lo cubano, o ekobios, un vocablo que aprendí hace poco, y me encantó: “Un ekobio es un amigo, un compañero. También es una de las formas en la que los negros de Changó, el gran putas, encontraron para identificarse a sí mismos”. El Grupo Mugre no se calaba mucho la echonería de los poetas y artistas reconocidos de “El Triángulo de Las Bermudas” y preferían replegarse en “El Callejón de la Puñalada”, donde el pintor Antonioni tenía mesa fija, y dos prósperos colombianos, la suya, Melcíades Ballestas, dueño de una fábrica de cierre de balcones, y Gustavo García Márquez, hermano del Gabo, que tenía una fábrica de filitos de pantaletas. Grandes amigos nuestros que nos recibían los fines de semana en sus apartamentos del edificio San Antonio, en El Valle, y que nuestro hermano Manuel Felipe Sierra denominó “La Conexión San Antonio”.
La puñalada era como un territorio liberado, siempre oliendo el dulce sabor de la maracachafa, con sus mesas al aire libre, aunque El Gibus tenía dos pisos, con sus paredes y techos llenos de pinturas de los artistas parroquianos, al principio del callejón, al lado de un hotel de putas; el Don Ramón, cuyo dueño tenía siempre precios solidarios; más abajo, un bar gay que era un vacilón, donde los diversos consumían Poppers, y al final un restaurancito peruano que vendía unos ceviches del carajo, y creo que con el tiempo eso se transformó en el “Sal si puedes”.
¡Bellos tiempos de una hermosa bohemia que más nunca volverá!