Punto de quiebre | Un crimen aberrante

Pudo desencadenar en una injusticia

29/11/22. La pequeña Yulianny desapareció cuando fue enviada por su madre a comprar una azúcar, horas después descubrieron su cuerpecito maltrecho en medio de unos matorrales.

Solo Dios sabe por qué a comienzos de aquel mes de noviembre no se cometió otro crimen, en Brisas de Palo Alto, en la ciudad de Los Teques, tan cruel y tan horrendo como el anterior. Y sí, tiene que haber sido obra del Dios mismo que hizo que aquel hombre, apenas escuchó que una poblada lo andaba buscando, desapareció del pueblo y a los pocos días se entregó a la policía. El miedo se podía leer en sus grandes ojos negros, o quizás en condiciones normales no los tuviese tan negros, pero en aquellos momentos se le habían ennegrecido.

Lo cierto es que llegó a la sede policial,  sudoroso y cansado, con pinta de no haber dormido ni comido en los últimos tres días, y sin más, comenzó a contar la historia, su historia, y fue tan real su relato, salido desde lo más hondo de su corazón, que convenció a los funcionarios policiales –y miren que no es fácil convencer a unos policías de que uno es inocente, sobre todo cuando estos están casi que convencidos de lo contrario, aun cuando no exista prueba alguna en su contra–. Lo cierto es que los convenció de que no tenía absolutamente nada ver con el primer crimen ocurrido en el pueblo, un crimen aberrante que estremeció los cimientos e hizo llorar y maldecir a todos, y que provocó que la paranoia se regara como la verdolaga en todos los rincones. Lo cierto es que sí le creyeron que era inocente, que jamás hubiese cometido un crimen como aquel; que nunca había pisado un calabozo ni siquiera en redadas; que era un hombre  familiar y que sí tenía sus defectos, pero que ninguno de ellos –los defectos– era tan grave como para que lo colgaran de un poste, lo lincharan a peñonazos ni como para que lo encerraran en un calabozo por el resto de sus días.

Acusación temeraria

Las sospechas de la poblada, ya no eran sospechas en los últimos días. Estaban ya plenamente convencidos de que Víctor Hugo, que ya había cumplido los cincuenta y seis años de edad, tenía que ver con la violación y el crimen de Yulianny Alexandra, una muchachita alegre y cariñosa de apenas once años de edad.

La acusación inicial en su contra provino de una vecina de la infortunada criatura, quien en medio de su dolor, su rabia y su impotencia, aseguró que el día en que desapareció la criatura, vio a Víctor Hugo merodear por la zona donde posteriormente la hallaron muerta.

Cuenta la tía Felipa, que de casos policiales sabe bastante, pues no solo fue policía en su juventud, sino que su vida toda ha estado rodeada de policías, pues se casó con uno de ellos; que así es como nacen los linchamientos; basta con que en medio de un fuerte trauma, una consternación, un dolor, se acuse a alguien para que el sentimiento de la venganza necesaria se apodere de las multitudes. A partir de ese momento, la vida del acusado está en vilo y no valE un centavo.

“Uno puede tener sospechas y puede haber visto algo que le dé el toque de veracidad a sus sospechas, pero la tribuna menos indicada es la multitud enardecida. En esos casos es mejor acudir directamente a la policía e informarles de lo que se sabe, lo que vio o de lo que se sospecha”, recomendó Felipa.

Desaparición y muerte

Aquella tarde fatídica, Yulianny fue enviada por su madre a comprar un kilo de azúcar a una bodega que no quedaba precisamente a la vuelta de la esquina, cosa que era normal, pues en los barrios es muy frecuente que los niños –y las niñas también– colaboren con los mandados. La pequeña compró el azúcar y regresó a la vivienda, pero el destino, ese destino miserable contra el que se hace imposible luchar, hizo que la madre instara a la pequeña a regresar a la bodega a cambiar el azúcar, pues el paquete que le dieron estaba como comido de ratón.

La pequeña rechistó, pataleó, pero no le quedó más remedio que volver a la bodega.

La muerte estaba bebiendo licor frente a una casa cuando la niña pasó y se le quedaron mirando con unos ojos morbosos con los que no se deben mirar a los niños. Algo dijeron entre ellos y rieron a carcajadas, mientras la pequeña seguía camino a la bodega. De vez en cuando tomaba una piedra y la arrojaba contra las lagartijas, que se escurrían entre el monte a toda velocidad y ella también reía con su sonrisa peculiar.

Cuando venía de regreso, la muerte estaba todavía allí. Dos botellas vacías yacían en el  piso. Uno de los hombres la llamó y la niña no le hizo caso, pero el hombre, que debía tener unos setenta años, dio una carrerita tras ella y le asestó un fuerte golpe a la cabeza, luego la cargó y se metieron con ella en la casa.

En vista de que no regresaba a la casa, la mamá se desesperó y, en compañía del padrastro de la pequeña, comenzó a pedir ayuda para salir a buscarla. Todos la gritaban su nombre, revisaban los matorrales. Y nada, a la niña parecía habérsela tragado la tierra. Y en la búsqueda anduvieron hasta las dos de la mañana del lunes cuando consiguieron su cadáver en unos matorrales, allí mismo en el sector Nueva Esperanza de Brisas de Palo Alto.

Funcionarios del CICPC iniciaron las pesquisas. Se determinó que, aparte del golpe en la cabeza, la niña había sido ultrajada y que luego la estrangularon y le arrebataron la vida.

Días después se anunció el esclarecimiento del crimen aberrante. Los agresores fueron identificados como Luis Alberto Sánchez Rodríguez, de treinta y nueve años de edad, y Amado Díaz Lugo, de sesenta y nueve.

Rodeado en El Rodeo

Se pudo conocer que Amado Díaz Lugo era de nacionalidad colombiana y presentaba una solicitud por el Juzgado Sexto de Control de la Circunscripción Judicial del estado Miranda.

Los dos fueron recluidos en El Rodeo, pero en celdas diferentes. Apenas llegó Amado Díaz a su reclusorio, decenas de ojos lo siguieron adonde quiera que iba, algo así como si lo estuvieran esperando. Y de hecho fue así. Ya desde la mañana se sabía que lo trasladarían a esa celda de la cárcel de El Rodeo, que es a donde llegan todos, antes de ser reubicados en su celda definitiva. Le dijeron que no había cama para él y que debía dormir en el piso, piso que no conocía agua y jabón desde hace mucho y que exhibía orgulloso numerosas marcas de salivazos resecos y escupitazos de chimó. El hombre bajó la cabeza y no dijo nada. Caminó lentamente hacia un rincón de la celda y se sentó en el piso, siempre con la cabeza gacha. Es probable que a esas alturas ya supiera que sus días estaban contados. Horas después fue linchado por sus compañeros de celda.

Wilmer Poleo Zerpa


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