Vitrina de nimiedades | Fiestas supersticiosas
La Navidad y Año Nuevo también son tiempos de fiesta para la superstición
24/12/22.- En casa, cada diciembre tenía su toque supersticioso. Era tiempo de cerrar ciclos, como repetían hasta el cansancio los programas dedicados a la temporada, pero cada quien se hizo de sus propios rituales. Mi papá era, quizás, el más constante con ellos. Lo suyo no era lo común: nada de estrenos, se compra ropa cuando se necesita; la tradición del Niño Jesús duró muy poco, el financista de los juguetes era más que conocido; y nada de estar saliendo por ahí con maletas con el cañonazo de Año Nuevo. Su tradición era inusual.
Para mi padre, los 24 de diciembre eran una fecha más, no tenía nada especial para celebrar. En cambio, el Fin de Año era su momento. Sin estrenos, fiestas estridentes o excesos, repetía el mismo proceso cada 31 de diciembre: tomaba varias monedas de un saquito que guardaba con celo, alistaba un tobo de agua y lo tenía cerca de un muro de nuestra casa que daba a la calle.
Cuando se acercaba la medianoche, salía corriendo, tomaba el balde, se ponía de espalda al muro y, al escuchar el grito de “Feliz año”, lanzaba las monedas y el tobo de agua hacia atrás, como si echara la mala suerte de su vida. Mientras los demás se atoraban con las uvas, su única aspiración era cumplir con ese gesto de hombre que, a pesar de haber llevado muchas palizas por la vida, aún creía posible que podía “irle bien”, según las convenciones populares sobre la fortuna.
Hoy, me sigue pareciendo un gesto increíble. Él, sobreviviente de la Segunda Guerra Mundial, un niño migrante que jamás volvió a ver sus padres, un adolescente que se formó en la calle, un joven que vivió al calor de los excesos que le permitía Caracas en las décadas de 1950 y 1960, un hombre que escogió alejarse del bullicio de la ciudad buscando una vida más tranquila, un trabajador que nunca tuvo la riqueza que se le atribuía a quienes vienen de otras tierras. Temeroso de la muerte, creía no tener suerte y aún la estaba buscando.
Hace 20 años nos dejó. Si aún viviera, le diría que nunca estuvo solo es esa búsqueda de la ventura. Millones la persiguen a diario, y eso no cambia con las generaciones. Le contaría de los sitios web que prometen hacer amarres para mantener a ese ser que presuntamente se ama, de los tarots en línea, de las cartas astrales instantáneas, de las consultas por WhatsApp para saber quién es ese ser que te tranca los caminos y de todos esos trucos esotéricos que se adaptan muy bien a las redes sociales.
Es más, le diría que no le hacen falta las videntes que alguna vez visitó. Ahora, se puede tomar un curso en línea para leer el tabaco, las cartas y hasta la borra del café. Él mismo podría descifrar su futuro, entender su pasado y cambiar su presente sin la ayuda de un hechicero. Se lo habría dicho porque entendía que de nada serviría hacerle cambiar de idea. La idea del fatum o destino predeterminado es tan potente que, por más ciencia que pongamos de por medio, sigue marcando poderosamente la visión de millones en el mundo.
Es una idea potente y, al mismo tiempo, hecha secreto a voces. La Navidad y Año Nuevo también son tiempos de fiesta para la superstición, lista para renovarse de una generación a otra. No importan las etiquetas generacionales: en el fondo, prevalece la apuesta a la suerte, esa que mi padre tanto buscó y que en el fondo, aunque no la viera, siempre tuvo.
Rosa E. Pellegrino