Letra veguera | Ese oficio de vivir

Dialecto literario

01/02/23.- La cronología de este relato tiene un sentido tan irregular y accidentado, primero, porque en mi propia memoria se han esfumado detalles que en algún momento identificaba con un fenómeno extraordinario que estaba ocurriendo en Venezuela (que sin duda lo fue: aquellos días convulsos del golpe de Estado y el subsiguiente paro petrolero, un viaje, el reencuentro en París con amigos, actos de acompañamiento y solidaridad con Venezuela de varios países europeos, asistir como ponente junto a Rodrigo Chávez y Darío Vivas en un conversatorio intenso sobre la singularidad del “Carmonazo”), y, segundo, porque en un aeropuerto internacional, a cualquiera se le puede trastabillar la psiquis debido a diversos factores: el idioma, la gente que va y viene, las maletas, los parlantes; en fin, por cosas inesperadas y por la falta de costumbre de todo lo que allí sucede.

Ya tenía más de cinco horas de haber llegado de París rumbo a Barajas de regreso para desde allí salir a Venezuela vía Madrid, donde debía efectuar una diligencia apremiante. Una señora, empleada de una línea aérea que tramitaba administrativamente la resolución de mi boleto, pues decidí viajar por tren y no en avión, casi fulmina mi existencia con argumentos para incomprensibles.

Releía entonces desde hacía un buen tiempo un libro de Pavese, Oficio de vivir, una vieja y malograda edición que tengo desde hace varios años. Estando en la taquilla, veo venir en dirección contraria a una mujer con otra edición de la obra, y después me entero de que en su itinerario estaba España.

Qué extraña casualidad. Mi libro andaba en el maletín, esa edición deshojada desde 1993, de Seix Barral. Mucho más pulcra y en la mano izquierda, y en la otra una valija de cuero antigua, redoblada por unos correajes propios de caballos que arrastraba como un saco de verduras, pensé, tenía ella. Me pareció como una de esas mujeres de las que precisamente habla Pavese, “melifluas, educadas, señoras”, aunque menos joven que yo. También me dije: “viene de la guerra”. 

En medio de todo pensé: “esta mujer tiene el oficio de la estación, como si llevara al caminar por ese pasillo brillante el encanto de la primavera que está afuera”. Entonces me devolví tras ella y le dije en mi lengua que la edición de mi libro era del 93. Ella me respondió sonriente que no entendía nada. Y yo tampoco: hablaba una especie de lengua fermentada. De la mía no tengo nada que decir. Rápidamente le mostré mi edición y ella entendió todo, y yo también: se trataba de un dialecto literario que nos llevó a ambos a un café y a hablar como dos mudos sin serlo. Estuvimos como una hora.

Yo iba a una estación de tren, ella regresaba de un país cuyo nombre no recuerdo. Nos mostramos los libros. Tomamos café. Ella era del sur de Italia. Nos despedimos y la vi alejarse.

Cuando no la vi más, que cruzó hacia la Nada del Mundo, me sentí un pobre desempleado de la vida.

 

Federico Ruiz Tirado


Noticias Relacionadas