Crónicas y delirios | Más anécdotas de escritores

03/02/23.- Alejandro Dumas, padre, sembró dudas sobre la real autoría de algunas de sus novelas, porque aseveraban que se nutría del trabajo a la sombra de una veintena de colaboradores solapados o “al negro” en su taller de obras literarias.

En cierta ocasión se encontró en una calle de París con su hijo Alejandro Dumas,, también notable escritor, con el que tenía una relación algo distante,  y le preguntó:

—Hijo, ¿has leído mi última novela?
—Sí, la he leído. ¿Y tú, padre? ¿ya la leíste?, respondió Alejandro Dumas, hijo, con ironía. 

Alejandro Dumas, padre, se casó con la actriz Ida Ferrer en 1840, y comentaban las agrias lenguas que el matrimonio no fue por amor sino por la dote que aportaba Ida y con la cual Dumas podría saldar sus múltiples deudas.
Habitaban en la misma casa aunque separados, la Ferrer en la planta baja y Dumas en el primer piso. Una noche de invierno, volviendo tarde a su casa, Dumas pensó que tal vez en el apartamento de Ida habría fuego en la chimenea para calentarse un poco y llamó. La esposa le abrió en camisón, porque según dijo ya estaba en la cama, pero el fuego de la chimenea seguía encendido y Dumas se sentó. La urgencia de su mujer para que se fuera, le hizo sospechar que algo raro pasaba; entonces echó un vistazo y encontró en el balcón a su amigo Roger de Beauvoir temblando de frío. Lejos de una escena de celos, Dumas le expresó a su amigo:

—Oye, Roger, has turbado la paz de mi familia. Quiero perdonarte. Seamos magnánimos como lo eran los antiguos romanos, que cuando querían hacer las paces se reconciliaban en la plaza pública.

Y cogiéndole la mano la colocó entre las piernas de su mujer, añadiendo  “Esta será nuestra plaza pública”.

En un conversatorio entre Alfredo Brice Echenique y Augusto Monterroso en Canadá, Bryce Echenique repitió varias veces que él escribía de corrido, sin corregir; pero al tocarle el turno a Monterroso, este dijo, titubeando quizás para exagerar la timidez: “Bueno, yo no escribo, solo corrijo”, lo cual suscitó las inmediatas risas del público.

Refiere Brice Echenique, en larga entrevista personal, que cuando estaba estudiando una señora amiga de su mamá le pidió que le buscase un profesor de la Universidad de San Marcos, para que le enseñara a escribir cuentos y novelas, y que con gran miedo a la amiga de su mamá y con más miedo al profesor Zavaleta, se acercó a éste y le comentó: “Dr. Zavaleta, hay una amiga de mi mamá, con mucha plata, que paga muy bien para que le enseñen a escribir cuentos. Tiene unos sesenta años y se aburre un poco”. 

Entonces el doctor Zavaleta –expresó Brice Echenique– se rió a carcajadas de mí, cosa que yo no me atrevía a hacer con la amiga de mi mamá, y me mandó al diablo (nada de ello impidió que tiempo después fuera efectivamente director de mi tesis). Luego resulta que la amiga de mi mamá consiguió que el gran Ciro Alegría le diera clases de escribir cuentos y novelas; y luego la cerveza Cristal organizó el Festival Cristal del Cuento Peruano. Jurado: Ciro Alegría. Primer premio: la amiga de mi mamá. Segundo premio: el Dr. Zavaleta.

Federico García Lorca escuchaba a Rubén Darío en un recital, y cuando oyó el siguiente verso: “… que púberes canéforas te ofenden al acanto”,  el poeta granadino se levantó de su puesto y dijo:

—Otra vez, por favor, que sólo he entendido el “que”.

Una irreverencia de Francisco de Quevedo. Como en el Madrid del siglo XVII era costumbre orinar en las esquinas de la calle, las autoridades dictaron medidas para prohibir esta inapropiada costumbre que originaba fétidos olores. No obstante, por el escaso éxito obtenido, resolvieron pedir la intervención de los dignatarios eclesiásticos, quienes decidieron poner cruces en los sitios que la gente utilizaba para sus micciones, acompañándolas del siguiente cartel: “Donde hay una cruz no se orina”. 

Ante esta nueva normativa, el satírico Francisco de Quevedo escribió debajo de uno de esos letreros: “y donde se orina no se ponen cruces”.

Relatan que Camilo José Cela, Premio Nobel de Literatura (1992), cuando era senador designado en la Constituyente española de los años setenta, del siglo anterior, cabeceaba de sueño en una de las sesiones, lo cual motivó el llamado de atención de Fontán, presidente del cuerpo, sin que el escritor se percatase de ello.

A la tercera vez, Cela pudo despertarse y Fontán le reclamó: “El señor Cela estaba dormido…”.

—No, señor presidente, no estaba dormido sino durmiendo...
—¿Acaso no es lo mismo estar dormido que durmiendo?, le dijo Fontán.
—No, señor presidente, como  tampoco es  lo mismo estar jodido que jodiendo, replicó Cela.

Como lo recordamos en otra columna: Andrés Bello, nuestro eximio polígrafo, sostenía correspondencia con un amigo cuyas graves faltas de ortografía le desesperaban. En cierta ocasión, después de una velada, el amigo se despidió diciéndole:

—Esta semana le escribiré sin falta. 
—¡Oh, no se tome ese trabajo! –le respondió Bello–, escríbame como siempre. 

Igor Delgado Senior


Noticias Relacionadas