Crónicas y delirios | Mi diplomático inolvidable

03/03/23.- Coincidimos en una cena protocolar, él llegó envuelto en las rayas de su traje inglés. Bigote recién cortado, la camisa de marca, los anteojos al aire. No olvidó (no podía olvidarlo) su inquebrantable sombrero londinense. Me saludó, y las palabras corrieron precedidas de un frescor de abluciones aromáticas. A las señoras hizo reverencias y amagó con besos de fulgurante diplomacia. Todos nos sentíamos como encantados (como atemorizados) frente a aquella presencia, y empezamos un intercambio de rubores para verificar zapatos antiguos o corbatas de moda absurda. Sólo él habló entonces: la plaza San Marcos, el último performance parisino, las langostas de Fauchon, el insólito frío de Berna...

Mientras tanto, sus miradas de lobo cum laude evaluaban cada gesto, cada reacción de los interlocutores. Yo, reconstruyendo un lejano viaje a Bélgica, osé referirme a los rancios edificios de Bruges, pero mi tétrico francés volvió ininteligibles los conceptos, y un silencio frontal me llenó de oprobio. Charles, para obviar la intromisión, prosiguió con nuevas noticias sobre San Francisco, Oslo, las Bahamas, le Palais d’Hiver y los Jardines de Luxemburgo. Prendida del ojal, la Orden de los Caballeros de Malta confirmaba la respetabilidad de sus palabras, y el mesonero se desprendió desde un rincón para colmarle otra vez el vaso. Luego apareció su esposa Lisbeth, excusándose tras una piel de chinchilla por no haber podido separarse a tiempo de “les aimables ambassadeurs de L’Arabe Saudite”. Se acomodó al lado de Charles, como si estuviese ante las cámaras de la televisión mundial, y empezó a criticar la ineficacia de los nativos, “son verdaderamente in-so-por-ta-bles”.

 Un impoluto anciano de librea anunció que la cena estaba servida. Charles y su mujer se levantaron con disimulos de prisa, para ubicarse a la cabecera de la mesa. Los otros, casi en adhesión de agradecimiento, procedimos a obedecer las tácitas instrucciones de la pareja: el meñique al aire, los cubiertos adecuados, la oportunidad de la servilleta. Charles, entre tenedores de plata, vajilla Sèvres y vinos de Burdeos, se sentía en el ambiente perfecto, como si todo aquello fuese la inexorable añadidura de su personalidad. De nuevo los demás, en comparsa de gestos, seguimos con atención los finos ejemplos de comportamiento.

Los ojos de Charles, su luminosidad extraña y auscultadora, me recordaron a Rucho, el salvaje de mi pueblo, el campeón de trampas y golpizas, el terror de la Escuela Municipal Glorias Patrias. Las mujeres lo llamaban perverso porque les levantaba fustanes en medio de la calle; los tenderos lo ahuyentaban hasta el cansancio en respuesta a sus apropiaciones de gofios y cigarrillos; los maestros daban gracias a los dioses y a los infiernos cuando concluía el año escolar; pero nosotros —sus compañeros— maldecíamos los meses de vacaciones porque Rucho sería dueño de toda la escala del tiempo para martirizarnos sin tregua. Su padre jamás se ocupó de él; era tan ancho como el auto que manejaba, y había cobrado notoriedad en Betijoque y los páramos circundantes porque la corneta de su vehículo tocaba los acordes del himno nacional. El prefecto, un ex capitán sin batallas de sangre, intentó prohibir la irreverencia, pero ni multas ni detenciones amedrentaron al chofer, quien consideraba esa música como su símbolo crucial, como su publicidad unívoca y eficiente.

Rucho tuvo que huir del pueblo una tarde de grillos y ventisca, después de que murió el elefante del Royal Circus. Junto con sus hermanos le habían dado ron y gasolina para que bailara mejor, para que hiciera bien su número. La madre de Rucho, magra y llorosa, no quiso despedirlo.

 Nunca más vi a Rucho. Nadie preguntaba por sus andanzas ante el temor de un pronto regreso. Todos, como en la sana tranquilidad de los cuentos, comenzamos a vivir la armonía de nuestro Betijoque rural. Cuando volví de mi niñez, Charles todavía continuaba su monólogo exterior. Ahora refería la forma “glorieuse” de preparar las crêpes suzettes, según una receta de sus antepasados, mientras saboreaba la segunda copa del Armagnac VSOP. Su esposa Lisbeth se permitía interrumpirlo para agregar “un punto”, “un secreto”, de esa alta cuisine. Los ojos de Charles recorrían mordacidades en torno a la mesa, como animalitos de hiel.

Yo, con premeditado desdén, fui arrimando la silla hasta ubicarme muy cerca de Charles. Él ignoró mi atrevimiento, y siguió su relación de viajes y distinciones. Pero en uno de los venerables silencios del público, susurré al “conferencista”: —Rucho, ¿te acuerdas de Betijoque, del Royal Circus y del taxi que tocaba el himno nacional?”

Charles infló su inconfundible mirada y tosió con tal detonación que restos de Armagnac alcanzaron a las damas presentes. Pidió excusas, y luego permiso para ir al sitio de la toilette. Estaba tan congestionado que algunos le achacaron el malestar a la salsa del coq au vin. Durante su ausencia, hubo risas y sonrisas. Los comensales atinaron primeras frases, y una señora joven rompió inhibiciones para contar un chiste de salón. Charles por fin regresó, perfumado pero descompuesto. Alegó razones incomprensibles para retirarse. Dijo un quedo bon soir y salió rápidamente con su esposa, dejando a las espaldas un rastro de pelos de chinchilla.

Igor Delgado Senior

 

 


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