Un adiós desde las faldas del Pichincha
Crónica de cómo se vivió la partida del Comandante en Ecuador.
04/ 03/23.- El día estuvo gris y denso. Cincuenta días en aquella ciudad no eran suficientes para sentir familiaridad ni para entender los avatares de su clima de altura, cambiante e intenso, pero aún así, el ambiente estaba imbuido de rareza, lleno de señales agoreras que nos negábamos a ver.
La oficina estaba llena de gente. Todos quienes teníamos alguna responsabilidad oficial con el país estábamos reunidos. No logro recordar si a instancias de un llamado, o si llegaron autoconvocados. Hay cosas que no recuerdo, y no sé si lamentarlo o agradecerlo.
Veníamos de muchos días de partes médicos en TV. Esta vez sería el último. Estábamos concentrados en la oficina principal, atentos al televisor. Un bicho de esos viejos, plateado, de los que ya no se usan, aunque claro, ha pasado una década… La noticia fue pronunciada. Alguien gritó. Hubo abrazos y miradas interrogantes: “¿Y ahora qué vamos a hacer?”. Visto con la ventaja del tiempo, me doy cuenta de que nadie nos respondió jamás esa pregunta.
Las horas que siguieron fueron de vorágine. Sin tiempo para pensar o desahogarse, solo hacer muchas cosas que no habíamos planificado cómo hacer. Sé que dormí poco y nada, que lo que más quería era volver a Venezuela para poder vivir la historia con los míos, pero no era posible.
Para nosotros no iba a haber despedida en casa, el deber era seguir trabajando en aquella ciudad que funcionaba como si nada, cuando nosotros sabíamos que en la tierrita el mundo había cambiado.
Tocó organizar una actividad triste y con título: Capilla ardiente de cuerpo ausente. Un vaivén de buscar permisos, coordinar con autoridades, recibir condolencias, atender a la prensa, conseguir sonido, ordenar vocativos, conciliar el orden de los discursos, buscar flores. Horas largas de trajín y desamparo, pues, aunque recibimos el abrazo de muchos, nada sustituía el consuelo del dolor colectivo del hogar. De cualquier modo, también eso fue vivir la historia, lo sé porque aunque hay detalles que perdí, de otros no me olvido nunca: de la tricolor de Ecuador, que se veía tan hermana ondeando allí, bolivariana y radiante a media asta con el Pichincha de fondo; y por aquel momento en que, como una marea, cientos de personas inundamos el sepulcro del Gran Mariscal de Ayacucho en la Catedral de Quito y cantamos –no cantos religiosos, sino populares– pagana y rebeldemente: “¡Hasta siempre, Comandante!”. Y fue ahí cuando por fin, después de horas de aturdimiento, se nos vino la enormidad de la vida y algunos pudimos llorar.
Mariel Carrillo García / CIUDAD CCS