Estoy almado | Vida

Nunca nos tragamos el cuento de que somos simples mortales hasta que alguien se nos va

04/03/23.- Escribir sobre la muerte siempre me ha resultado incómodo, tal vez es para evitar el reencuentro con los dolores del alma, apaciguados tenuemente por la frustrante resignación.

Esta vez hago una salvedad porque las defunciones no pueden quedar censuradas en los desahogos escriturales. Es nocivo para el alma. Además, en este momento no puedo ignorar la muerte, cuando Chávez cumple mañana domingo una década de su siembra y, de paso, mi tío “Kintin” (como le decíamos) falleció este jueves inesperadamente. 

Por momentos, cuando estamos sumergidos en esta mezcla de añoranza con dolor, quisiéramos que la muerte se suspendiera; que nadie muriera, como ocurre en aquella novela de Saramago.  

Pero no es así, aprendemos a trompicones que la muerte es parte de la vida y viceversa. Siempre está ahí con el poder de contraatacar cualquier estado de sosiego. Suele manifestarse con más fuerza cuando nos sentimos más estoicos y combativos, te recuerda lo frágil y efímera de la vida; te tambalea las fortalezas del alma con la partida de un familiar, una amistad, una estima, un conocido. 

Con la muerte, básicamente, nos cuesta superar la ausencia de quien se fue. Esa amarga sensación de no ver, escuchar, abrazar o vivenciar presencialmente a quien murió puede ser irreparable. Nos marca. 

Sin embargo, es una sensación que es transformable en el tiempo. Y está bien que sea así porque la resignación no puede ser dolor agudo permanente ni olvido indiferente. Ha de ser remembranza permanente. Memoria viva. 

En Occidente parece que actuamos igual ante las muertes. El historiador Philippe Ariès escribió en su obra La Muerte en Occidente, que nunca nos tragamos el cuento de que somos simples mortales, hasta que sufrimos una pérdida de un ser querido. 

Así ocurre porque hay cosas que comprendemos en su justa dimensión solo cuando la vivimos y sufrimos, como por ejemplo, el amor y la misma muerte de un ser querido. 

Lo paradójico es que el duelo de la muerte se alivie con el propio andar de la vida, con seguir el camino con la aflicción a cuestas, apenas apertrechado con la nostalgia y recordando a los nuestros, apreciando los detalles más sublime de la vida: la pequeña ave que, sorpresivamente, nos visita en las mañanas, la repentina ventolera que nos sacude en el cementerio cuando visitamos a los nuestros. O aquella lluvia con la que recordamos a Chávez. 

 

Manuel Palma

@mpalmac

 

 

 

 

 

 

 

 

 


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