Del viejo homo sapiens al nuevo homo internautus

Antes del auge de la navegación digital, la gente daba direcciones con dudosos datos

Hace apenas unos años, ser internauta era una excentricidad: cosa de millonarios o de nerds. En la actualidad, lo excéntrico es –muy por el contrario– no utilizar los recursos del ciberespacio. Así ha sido este cambio de época.

Como el 23 de agosto se celebró el Día del Internauta, es pertinente rememorar que en los tempranos años 90 esa era aún una denominación futurista. Parecía cosa de ciencia ficción eso de sentarse ante la computadora y “navegar” con o sin rumbo. Hoy es algo cotidiano, casi imprescindible al punto de que cuando se produce una avería global de internet, el mundo entra en crisis.
Ha habido cambios dentro del gran cambio. Por ejemplo, al comienzo de la era digital, los pocos internautas que existían utilizaban voluminosas computadoras de escritorio, conectadas con cables a una red telefónica todavía rudimentaria. En los años siguientes fueron desapareciendo esas conexiones y tomaron protagonismo las laptops. Hoy la mayoría se zambulle en internet desde su celular.
Si cambiamos el símil de la navegación al transporte terrestre, aquello de los primeros años era como ir en una carreta tirada por caballos; luego pasamos a la locomotora de vapor; después, a los trenes de carbón y ahora estamos en tiempos de los trenes eléctricos. La tecnología de quinta generación (5G) que se anuncia con grandes fanfarrias será entonces como andar en tren-bala. Los cambios de la carreta al tren-bala tomaron un par de siglos. Los de internet, ni 30 años.
[Me parece oír las objeciones, algunas muy airadas, de los lectores acerca de que en Venezuela seguimos en la carreta. No exageremos tampoco. Es cierto que nuestra velocidad de internet llega a ser un chiste, pero somos un país muy digitalizado. Que lo digan los mismos tuiteros quejones].
En fin, que eso de ser internauta comenzó como una moda medio rara y a la vuelta de tres décadas, se ha apoderado de todo en el mundo. Veamos una ristra de ejemplos:
Por allá en los años 80, si querías exponer tus puntos de vista ante un grupo de amigos, te reunías con ellos a tomar café, comer algo o beberse unos tragos en un bar o una tasca. Ahora, navegas y “te reúnes” con ellos por Facebook o cualquier otra red social.
Antes del auge de la navegación digital, la gente daba direcciones con dudosos datos (como “cruzas a la derecha en el quiosco anaranjado donde venden empanadas y subes hasta la mata de mango”). Ahora, te piden que le mandes la ubicación en Google Maps.
En la muy atrasada era previa a internet, para estar al tanto de la actualidad era menester leer un periódico, escuchar un noticiero de radio o de televisión. Allí los dueños de esos medios de comunicación y sus periodistas te contaban la parte de los acontecimientos que ellos consideraban que debías saber. Lo demás se lo tragaban (y, claro, algunas veces no podían evitar vomitarlo, pero ese es otro tema). Hoy, si uno quiere estar al tanto de la actualidad debe lanzarse a nadar en este mar contaminado, tóxico, radiactivo de los medios digitales y las redes, y ver cómo se las arregla, a quién le cree o a quién convence o engaña (ahora todos somos comunicadores y todos nos creemos dueños de medios).
En aquellos tiempos, si querías saber cómo cocinar un determinado plato, tenías que comprar un recetario o rebuscar entre los recortes de revistas que guardabas por ahí en alguna gaveta (“¡Yo sé que la tenía, carrizo!”). Después de la mutación internáutica, para cualquier preparación (desde un humilde arroz con pollo hasta un exclusivo cangrejo de Alaska con hebras de azafrán) habrás de elegir entre miles de páginas web y tutoriales en video, ya sea de grandes chef o de audaces cocineros aficionados.
Y si hablamos de salud, en lo que ahora parece la Edad de Piedra, era típico que tu mamá fuera donde la comadre a preguntarle: “¿Qué será bueno pa’ los gases?”, y la comadre siempre recomendaba anís estrellado o toronjil. Ahora, la comadre de todos es Google.

 

Un cambio crucial, que lleva años consolidándose en muchas partes del mundo, pero que en Venezuela se disparó con la pandemia, es el asunto de las compras. En la era analógica, había que irse a ver precios en los lugares reales –donde estaban vendiendo las cosas que uno quería comprar, pues– y allí mismo preguntar y regatear. Luego del tsunami cibernético, la gente “navega”, compara precios en páginas web, ve la mercancía en Instagram, pide rebaja por Whatsapp y se deja estafar (o estafa a otros) por Facebook Markertplace.

Mención aparte merece el asunto de hacer mercado o comprar comida, que en la remota antigüedad (previa a 1990) implicaba desplazamientos logísticos importantes, conocimientos de intendencia y transporte de carga y habilidades invalorables, como encontrar puesto en el concurrido estacionamiento del mercado. Igual que en los casos anteriores, ahora todo se resuelve navegando, sin levantar el fundillo del sofá de la casa.

¿Y qué decir de las nuevas formas de recibir la compra? Lo más parecido al delivery que había en otros tiempos era el reparto a domicilio, que consistía en que llamabas a Joao, el portugués de la bodega, y él iba con una carretilla o mandaba a uno de sus empleados a llevarte el pedido, claro, si eras buen cliente. En lugar de ese procedimiento anticuado, en la actualidad se hace lo mismo, pero con una app.

Podríamos seguir enumerando aspectos en los que el ser humano de antes, el llamado homo sapiens, mutó en el homo internautus, que todo lo resuelve desde una pantalla, navegando sin descanso en océanos de datos. Pero ya parece bastante claro que el progreso tiene sus cosas buenas y sus cosas no tan buenas. Y que llegó para quedarse… hasta que venga más progreso y se lo lleve en los cachos.

El cartero que se queda a vivir
Uno que ha cuestionado mucho los cambios que ha traído consigo la era de los internautas es el destacado intelectual Luis Britto García. Pero no lo ha hecho por resistencia a la extinción, sino porque asegura que esas transformaciones han significado una intensificación de la hegemonía capitalista e imperial.

Desde conveniente distancia (hasta hace poco no usaba celular y no tiene cuentas en redes sociales), Britto García es una constante voz de alerta acerca de las distorsiones de la nueva era. Ha analizado, por ejemplo, el concepto de metaverso, entendido como una especie de realidad paralela en la que embobecidos seres humanos juegan a vivir, en lugar de vivir realmente.

Igualmente ha advertido sobre cómo todos cedemos nuestra soberanía personal y económica al sumarnos a plataformas supuestamente gratuitas, pero que viven de traficar con los datos obtenidos de cada uno y convertirlos en información para que las corporaciones apunten directamente a nuestras cabezas.

El maestro Britto García ha puesto el foco sobre algo que ocurre a cada rato durante nuestras navegaciones: se nos pregunta si aceptamos las cookies (galletitas, sería su traducción) que tiene tal o cual página. “Es como si uno de esos carteros de antes te llevara un paquete y luego te preguntara si se puede quedar a vivir en tu casa”, ilustra el agudo analista. Un tema para la reflexión y el debate.

 

CIUDAD CCS / CLODOVALDO HERNÁNDEZ


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