Punto y seguimos | ¿Qué entendemos por corrupción?
“No importa que roben, pero que dejen algo”
21/03/23.- La palabra corrupción tiene varias acepciones. La primera remite a descomposición, al proceso que ocurre después que algo muere o cumple su tiempo de frescor. La segunda está más asociada a la política o a las relaciones humanas y refiere al aprovechamiento de una posición de poder —en la que se supone se está para lograr el bien común— para conseguir beneficios privados, generalmente económicos.
Lamentablemente, en nuestro contexto, la segunda opción es la más usada, tanto que es pan nuestro de cada día. En América Latina, en general, y en Venezuela, en particular, la corrupción está tan naturalizada que no abarca solo lo macro, es decir, la que ejercen miembros del Estado o instituciones públicas o privadas, sino también la que practican las personas en su vida diaria.
En Venezuela es tan natural tener que pagarle a algún funcionario de cualquier tipo para resolver cualquier trámite, como enterarse de que algún fulano con cargo se hizo millonario de la noche a la mañana; es más, es absolutamente normal que las relaciones cotidianas entre conocidos, vecinos, etc., también se manejen con intercambio de favores, cosa que, al final, es otra forma de corrupción.
Parece ser parte de nuestro “sentido común” confundir ciertas maneras de corrupción con solidaridad y quizá por esto la condena de la sociedad ante este tipo de hechos no sea tan severa como en otras partes del mundo. Pongamos un ejemplo claro: cuando se critica un acto de corrupción por parte de un funcionario público, el tono condenatorio no pasa por el hecho en sí mismo, sino por el quién. Si es un contrario político, la posición será enérgica, pero si no lo es, se buscarán formas de justificación. Lo mismo ocurre cuando se conoce a los implicados, a los que, en caso de no defender, mínimo se premiará con el silencio porque “primero muertos que sapos”.
El sistema político-económico es corrupto desde su nacimiento. Desde la época colonial, los negociantes y políticos locales buscaron la forma de burlar las reglas —más allá de que estas fueran justas o no—, creando redes de contrabando, trata, evasión de impuestos y otras. Después de la cruel guerra de independencia, con una república naciente y en ruinas, estos modos de relacionamiento y de ejercicio del poder no cambiaron demasiado. Quienes controlaban el gobierno —y, obvio, sus allegados— tenían privilegios, aunque las leyes igualaran a todos.
En Venezuela —hasta hoy— llegar al poder es visto como la oportunidad de “ayudar” a los tuyos, de “tomar” tu parte de lo que pertenece al colectivo. De ahí la triste y común opinión: “Voy a votar por los otros, aunque roben, porque estos ya han robado demasiado”.
La justicia está entonces en que haya una supuesta rotación en el robo, no en que las leyes se respeten. ¿Significa esto que somos eminentemente corruptos? No, pero significa que nada cambiará hasta que nos caiga la locha y admitamos que hemos mezclado peras con manzanas. Y que las manzanas estaban podridas.
Mariel Carrillo García