Micromentarios | El detergente moral

11/04/23.- Cuántas contradicciones exhibe, sin el menor decoro, nuestra sociedad. Una de ellas es que, genéricamente, se consideran pornográficas las imágenes de una pareja teniendo relaciones sexuales e, incluso, las de cuerpos humanos desnudos, en cualquier posición.

Y lo son o pueden serlo cuando quienes entrelazan sus genitales o simplemente los muestran son mercenarios del amor, es decir, los llamados y llamadas estrellas del porno.

Cuando en un video o una película aficionada dos personas se aman espontáneamente, ese material no puede considerarse pornográfico, a menos que quienes lo han hecho pretendan venderlo o distribuirlo comercialmente, o lo utilicen como elemento de chantaje.

Por el contrario, filmes y videojuegos en los que le cortan la cabeza a algún personaje y un surtidor rojo se eleva uno o más metros sobre el cuello cercenado no se consideran inmorales, sino que se presentan como entretenimientos. Igual ocurre con las películas en las que, tras un crimen, la sangre corre hacia la cámara formando un lago en miniatura; o donde un ser sobrenatural —vampiro, hombre lobo, zombi u otro—, descuartiza a sus indefensas víctimas.

Lo mismo ocurre con las telenovelas en las que, capítulo a capítulo, sus personajes acometen, en interminable seguidilla, pecados bíblicos como el incesto, el adulterio, la traición, la deslealtad, el asesinato y la furia sin control.

En los videojuegos, sus participantes disparan sobre cualquiera que aparezca en la pantalla; golpean, hasta la muerte incluso, a rivales caídos, pues no se contempla la rendición; cumplen acciones terroristas y antiterroristas, que se consideran negativas solo cuando las practican latinos, árabes, chinos o africanos, pero no cuando las llevan adelante personas con genotipo caucásico.

Nada de esto se tiene como pornografía, porque se considera parte de la industria del entretenimiento.

En tales casos, la palabra industria sirve de detergente, pues limpia todo.

Con las películas y videos de sexualidad explícita, la doble moral de quienes manejan tal industria alcanza su cénit canallesco, pues por una parte las producen y comercializan y, por otra, las reprueban. Obviamente, esta condena constituye su mejor promoción —que se traduce en mayores ventas—, ya que en nuestra sociedad no hay nada más atractivo que lo prohibido.

Llama la atención que los mismos que promueven, difunden y mercadean la violencia del entretenimiento luego se dan golpes de pecho, preguntándose farisaicamente por qué la preferimos al amor, por qué nos empeñamos en la guerra y no en la paz.

Armando José Sequera


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