Micromentarios | Neruda en persona

18/04/23.- En enero de 1959, Pablo Neruda visitó Caracas e hizo una presentación en el Aula Magna de la Universidad Central de Venezuela.

Tengo un recuerdo espeso de esa presentación, pues estaba a dos meses de cumplir seis años. Mi madre me llevó de la mano a ver en persona al gran poeta de quien coleccionaba versos en dos álbumes que contenían cientos de recortes de diarios y revistas.

Ambos álbumes tenían un grosor exagerado, de más de trescientas páginas en papel bond tamaño oficio. Los había encuadernado ella, entre láminas de cartón delgado cubiertas de postales.

Los hojeé varias veces, por curiosidad, y me llamaron la atención no los poemas, sino algunos nombres que mi madre mencionaba con frecuencia: Rubén Darío, Amado Nervo, Pablo Neruda, Andrés Eloy Blanco y Nicolás Guillén.

A ellos y a otros muchos ella los llamaba poetas y en su voz tal palabra adquiría un tono que rezumaba admiración y respeto, como si en vez de humanos se refiriera a semidioses.

Cuando me ayudó a vestir con mi mejor ropa y salimos a tomar un taxi para ir a la universidad, presentí —no con esa palabra— que nos dirigíamos a crear un recuerdo inolvidable. Y así fue, pero no porque Neruda despertara en mí mi vocación de escritor, sino por todo lo contrario.

Cuando llegamos a la plaza del Rectorado, mi madre me tomó de la mano izquierda y me hizo apurar el paso. Llegamos a la entrada del Aula Magna y me topé con un paisaje intimidante: decenas de traseros enfundados en pantalones que, por mi estatura, obstaculizaban mi ya miope vista.

La sala estaba a rebosar, incluso en los pasillos.

Cuando al fin tuvimos un panorama despejado, tras la última fila, vi a un hombre gordo que leía o recitaba un poema. A su izquierda estaban sentados varios individuos. Mamá identificó a tres: Gustavo Machado, Luis Pastori y, me parece, Rafael Pineda.

Mi madre señaló al que hablaba. Dijo, emocionada, que ese era Neruda y me recomendó que jamás olvidara aquel momento.

No me gustó la voz del poeta. Al recitar, lo hacía como quien desgrana las letanías de un rosario y pretende convencer al auditorio de su piedad. No sabía en ese momento que la casi totalidad de los poetas que escucharía posteriormente declamarían o leerían con igual tono.

Tan pronto Neruda concluyó y fue extraordinariamente aplaudido, nos abrimos paso hacia la salida. Pero antes de enrumbarnos hacia la parada del autobús en la plaza Venezuela, mi madre me llevó a recorrer la universidad. Al final, llegamos a la salida de Las Tres Gracias.

Durante ese paseo, manifestó su deseo de que, ya en edad para hacerlo, estudiase allí. Me consta que hizo cuanto pudo para que yo cumpliera tal anhelo.

En cuanto a Neruda, solo lo leí ya adulto, tal vez influido por aquella horrible declamación. La misma, no tengo dudas, fue el punto de partida de mi rechazo visceral hacia la poesía en las décadas siguientes. Una aversión que, precisamente leyendo un poemario de su autoría —Residencia en la tierra—, superé por fortuna.

 

Armando José Sequera


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