Palabra rota | Apóstoles

Esa cosa misteriosa llamada fe

26/04/23.- Dios es una franquicia y como toda franquicia necesita vendedores. Hay, pues, unos intermediarios entre la empresa divina y sus potenciales clientes, o sea, todos nosotros. Sobre ese principio básico se han construido todas las iglesias, confesiones, creencias, sectas, aquelarres y demás formas de organización y ceremonias usadas para vendernos la salvación. Mientras tienen los pies clavados con firmeza en la tierra y en sus tentaciones, esos agentes de venta no cesan de señalar al cielo para que sus compradores vean, o al menos imaginen, el producto que ofrecen.

En el caso del cristianismo, ese producto, en palabras del extraordinario comediante George Carlin, es un señor invisible que vive en las nubes y que pasa el día espiándonos para asegurarse de que cumplamos con una lista de cosas que no le gusta que hagamos. Pero no es la única oferta. Para los vikingos, pongamos por caso, el paraíso era una fiesta interminable en una discoteca llamada Valhalla, atendida por unas despampanantes valkirias, a quienes nunca se les agotaban las fuentes de aguamiel. El hinduismo ofrece la reencarnación indefinida, aunque sea para convertirnos en animalitos; y los musulmanes apuestan por un paraíso en el que cada hombre dispondrá para él solito de setenta y dos vírgenes por el resto de la eternidad.

Apóstol en griego significa enviado. Cada religión tiene, pues, su equipo de enviados, quienes afirman, con toda humildad, que su único mérito es ser los elegidos de Dios para llevar su mensaje al resto de los mortales. Y nosotros les creemos y hasta les compramos la mercancía.

Se entiende, claro está, que cada uno de esos enviados tiene su propio estilo para la venta. Al dalái lama, por ejemplo, le parece de lo más convincente que lo vean besando a un niñito en la boca o tocando, con el mismo gesto piadoso, las piernas de Lady Gaga.

A un pastor de Kenia se le ocurrió en estos días que el único camino de su feligresía para llegar a la presencia de Jesús pasaba por dejarse morir de hambre y de paso asesinar a sus hijos.

Hace unos treinta años, David Koresh convenció a sus seguidores, en Waco, Texas, de que su simiente estaba hecha de esencia divina y eso lo obligaba a dormir con todas las mujeres que quisiera a fin de difundir, de manera tan sacrificada, el mensaje de Dios. Cuenta la historia que las que no eran llamadas a la cama de Koresh languidecían de tristeza por sentirse pecadoras.

Y qué decir de Jim Jones, que persuadió a buena parte de su congregación, en Guyana, para que se suicidaran como forma de avanzar a "otro nivel". A aquellos que no logró llevar al suicidio los ayudó, solidariamente, asesinándolos.

"Hay amores que matan", dice la conseja popular. Tal parece que en el asunto religioso lo más aconsejable, para quien lo necesite, es abrir una cuenta directamente en la plataforma de Dios. La experiencia indica, sin embargo, que mucha gente requiere agentes de venta en el intento de salvar su alma. Siendo así las cosas, es importante, por lo menos, que no caigan en la trampa de las ofertas y los descuentos.

 

Cósimo Mandrillo


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