Crónicas y delirios | El texto infinito

28/04/23.- Antúnez abrazó la literatura como forma de vida. Leía en el autobús, leía en la oficina y hasta en la olorosa incomodidad de los baños. Pero Antúnez también escribía: al principio una cuartilla diaria, luego dos y más tarde todas las que le dictara su inconsciente surrealista. Llenó, de esta manera, muchos abultados cartapacios, aunque jamás los mostró a nadie por impedírselo una autocrítica y temblorosa timidez. Sin embargo, soñaba con la aureola de los aplausos, y fue así como decidió participar en el Concurso de Cuentos del diario La Nación, porque sabía que obtener tal premio significaba la publicación de cualquier absurdo narrativo y retratos honoríficos, posando al lado de los máximos intelectuales. "¿Te imaginas, Antúnez?".

Para alcanzar esa terca finalidad de espíritu, se dispuso a escribir un relato que respondiese exactamente a la filosofía del concurso. Exclamó, entonces: "Manos a la obra y obras a la mano" y acopió la secuencia de todos los cuentos ganadores para analizarlos línea por línea. Primero, elaboró una lista con las precisiones de estilo, los giros del lenguaje, las imágenes innovadoras. Después, resumió argumentos y anécdotas. Por último, leyó la totalidad de los libros de los distinguidísimos jurados anuales y fijó —a través de curvas— la correspondencia entre sus respectivas características y las de los cuentos premiados.

Al cabo de dos años y una úlcera gástrica, se consideró preparado para redactar su magna ópera prima y una semana antes de que finalizara el período del certamen, concluyó el texto. Al observar las hojas apiladas y autónomas, se sintió como una madre primeriza al borde de las lágrimas. Y, por supuesto, lloró con desmesura.

Pronto se repuso de tan vergonzantes emociones y resolvió remojar su personalidad de escritor en el vino Bordeaux que tomaba Alejandro Dumas. No pudo, sin embargo, acogerse a la paz del sueño, pues, aparte de los gritos de una vecina en celo, lo perturbaron pesadillas con sustantivos iracundos, pronombres asesinos, adjetivos encabalgados y esqueletos temibles que pedían los incluyera en su obra. Al fin, logró dormirse y a las seis de la mañana se levantó con agilidad de genio predestinado para consignar el cuento en las oficinas del periódico.

Mientras desayunaba un frugal plato de lechugas, revisó la versión definitiva del relato y, antes de cerrar el sobre, enmendó algunas impertinentes comas y varias desastrosas cacofonías. Aunque no ejercía ninguna religión, se persignó para cubrir todas las posibilidades del azar, partiendo rápidamente hacia el diario La Nación. Ya ahí, el portero se desenchufó del radio transistor y confirmó la entrega con varios sellos húmedos. Antúnez meditó la ironía: "¡Soy el próximo laureado y este tipo ni siquiera se lo imagina!".

Su cuento La postrera verdad, suscrito con el seudónimo Anaximandro, apareció publicado en la relación de concursantes bajo el número 181, cifra que estimó de indudables premoniciones por cuanto sumaba diez, y diez eran los consejos literarios de Horacio Quiroga, y diez las revisiones finales de las cuartillas que había escrito con tanto esmero.

Convencido del triunfo, se dedicó a preparar las respuestas que daría a la prensa. "¿Cuál es su color preferido? —Los caballeros las prefieren rubias"; "¿Para qué escribe? —Para que me odien más mis enemigos"; "¿Se desnuda usted cuando está escribiendo? —Solo si tengo visitas"; "¿Cree en la inspiración? —No, en la expiración"; "¿Compone poesías? —Nunca en la vida reciente / ha sido vate mi mente"; "¿Cuáles son los autores que más lo han influenciado? —Los autores de mis días"; "Si se encontrase en una isla desierta, ¿qué libro le gustaría tener consigo? —Cómo hacer amigos, de Dale Carnegie"; "¿Cuál es su recomendación para los escritores jóvenes? —Envejecer".

Antúnez, durante el lapso concedido a los jueces calificadores, aprovechó el tiempo para leerse (por si le preguntaban, y con la ayuda de un curso de lectura veloz) todas las obras famosas que había obviado en su juventud. Asimismo, quiso cambiar de físico y vestimenta para adecuarse a la imagen que el público posee de los intelectuales; y así, de acuerdo a las indicaciones semiológicas de Umberto Eco, se cortó el cabello a la francesa, sustituyó los anteojos de carey (tipo Clark Kent) por unos de montura al aire (tipo Sartre), y compró una chaqueta de cuero importado como la que usaba Pasolini antes de quedarse en cueros, y ya listo se largó de paseo por los bulevares.

No obstante, las dudas empezaron a inquietar su duermevela, ¿y si resultase otro el escogido? ¿Podrá el jurado captar mi mensaje recóndito? ¿Será inteligible la audaz simbología? Para enfrentar el terremoto de tales pensamientos, deambuló cada noche por bares, librerías y Escuelas de Letras, e inquirió detectivescamente acerca de noticias y entretelones. El fracaso fue ominoso, pues solo obtuvo una árida acidez alcohólica y una ronquera de incansables cigarrillos.

Se despertó el día de la esperanzada fecha con varios Equanil al sur de su cerebro y corrió a sintonizar la emisora oficial. Escuchó, impaciente, la Quinta sinfonía de Beethoven, el Sexto Plan Ferroviario y siete discursos de senadores vitalicios; y en el límite máximo del cansancio, una locutora le congeló la atención: "Queridos amigos, nos es grato informarles que el Vigésimo Concurso del fundamental diario del país ha sido ganado este año por Basilio Báez, con su relato El invernadero falso. Los invitamos a oír la entrevista que nos concediese el ilustre literato...".

Antúnez no tuvo fuerzas para ofuscarse, sino que enmudeció durante varias botellas de cerveza, mientras su otro yo —el de escritor— organizaba in pectore los resquemores de la derrota.

Pasó algunos meses rehabilitando su lacerada vocación, y después volvió a la inmensidad de papeles y notas (entre los cuales incluyó, no sin disgusto, El invernadero falso). Por último, su temple creativo lo conminó a perfeccionar las cuartillas hasta el logro de un justiciero reconocimiento.

El día de hoy se dará a conocer el veredicto del Trigésimo Concurso de Cuentos del diario La Nación. Antúnez, con sus lentes al aire y su siempre peinado parisino, revisa los términos de una declaración de principios, muy optimista porque La postrera verdad, firmada por el fiel Anaximandro, apareció en esta oportunidad bajo el número 887, cifra también de innegables sugerencias cabalísticas. Tan solo espera que el selecto jurado, bajo la presidencia de Basilio Báez, sepa comprender el valor de sus palabras infinitas.

 

Igor Delgado Senior


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