AfroUrbe | Nombrar el racismo

21/05/2023.- En Améfrica Ladina la producción propia de conocimiento y los intercambios de saberes que fueron históricamente subalternizados, excluidos y marginalizados progresivamente son hoy reconocidos en Venezuela, en la valoración del quehacer de cultores, creadores y artesanos en el país en su búsqueda de formas alternativas, tanto en la creación como en la organización social y las epistemologías insurgentes.

Tal es el caso del tambor y todos aquellos y aquellas que honramos en nuestro quehacer este patrimonio de la humanidad. El tambor es el latido del corazón. El tambor es ritual. El tambor es repicar la vida. El tambor es liberación. El tambor es expresión. El tambor es goce. El tambor es ritmo. El tambor es empoderamiento. El tambor es instrumento. El tambor es percusión. El tambor es música. El tambor es lugar para el encuentro y desarrollo de manifestaciones devocionales. El tambor es el tímpano del oído que vibra con cada onda sonora. El tambor es África. El tambor es afrovenezolanidad. El tambor es AfroUrbe.

El tambor es una manifestación de la negritud, es el legado africano. En ese sentido y desde esa claridad, el tambor solo ha sido signado a los negros, los afro: afrodescendientes y afrovenezolanos. De allí que esa significación a un sector y las prácticas de la valoración hacia el tambor y sus ejecutantes hayan estado impregnadas de racismo.

Para Rita Segato, en su obra La nación y sus otros: raza, etnicidad y diversidad religiosa en tiempos de políticas de identidad (2007) nos señala que "la raza es signo y, como tal, depende de contextos definidos y delimitados para obtener significación, definida como aquello que es socialmente relevante. Estos contextos están localizados y profundamente afectados por los procesos históricos de cada nación" (p. 137).

La profesora Segato apunta que el contexto obedece a un sistema, primero desarrollado en la modernidad con la colonia, luego con el establecimiento de los Estados nacionales que ratifican la otrificación. Son, por lo tanto, "alterofílicos y alterofóbicos simultáneamente" (Segato, 2007, p. 138) y así arrinconan a las identidades para ser consideradas periféricas, cuando en realidad son constitutivas de nuestra amefricanidad y caribeñidad.

Como bien expresa el autor mestizo —serrano para el Perú— Aníbal Quijano, citado por Segato (2007): "La raza es el artefacto más importante construido en la colonia. Por lo tanto, las y los vencidos, las y los esclavizados fueron racializados, por lo tanto, cada una de sus prácticas, su identidad, fue signada a la alterofobia".

La raza, en consecuencia, hay que nombrarla. Sin nombrar lo que queremos modificar, no habrá modificación posible, de acuerdo con Rita Segato. Ese dar lugar pasa por nombrar la raza, pasa por dibujarla, enunciar para modificarla. La raza en Venezuela se lee desde el cuerpo: "Es blanca, pero al bailar tiene un negro por dentro"; "habla menos y echa una tocadita allí, te doy tanto por eso". En nuestro dialecto, nuestras formas de pedir son el primer campo de batalla para trascender el racismo sobre el que tanto nos jactamos colectivamente en Venezuela de que no existe.

En el caso del tambor tradicional afrovenezolano, es el último valorado en la diversidad de instrumentos en el que son privilegiados los europeos, debido a que el tambor es de negros, a diferencia del arpa que es de blancos y con la que se toca joropo. Por lo que en esa relación de la raza que no está en el cuerpo, sino en el marco de las relaciones, de cómo se configuran esas identidades, ha habido una estratificación, incluso en nuestra música venezolana, tal como lo enuncia Segato: "La racialización opera como forma de clasificación social".

Esta enunciación, en el marco de las relaciones, ha ido cambiando. Se ha intentado en dos décadas de la Revolución Bolivariana, a través del proceso social que vivimos, de dar giros —cada cual desde su trinchera— a la prédica oficial de lo que ha sido el discurso de la historia nacional, que consolidaba el patrón de la colonialidad, tal como fue definido por Aníbal Quijano.

Durante dos décadas se ha dado lugar a la cosmogonía indígena, afrodescendiente y mestiza, para desplazar la periferia a nuestro centro. No con ello nos enunciamos liberados de la colonialidad, pues vivimos aún en una sociedad abierta racializada.

Una de las tantas valoraciones que me interesa destacar en cuanto a las políticas culturales en Venezuela ha sido la importancia de la patrimonialidad de nuestras expresiones, pues da valor a vidas dedicadas al cultivo de nuestros modos de ser y hacer, así como resaltar las expresiones inmateriales que hemos legado al país. En ese sentido, el presidente del Centro de Diversidad Cultural, Benito Irady, comenta, en el marco de la Feria del Libro de Caracas 2022, que en el caso venezolano la importancia de la salvaguarda del patrimonio inmaterial no es para buscar legitimidad de instituciones como la Unesco, sino para despertar la comprensión de que existimos. Es dar lugar a nuestras narrativas y ponerlas en el centro ante nosotros, para ir paso a paso en la tan necesaria decolonialidad del ser.

Ante nosotros mismos sigamos dando los pasos, entre cadencias y ritmos, sobre nuestras potencialidades y dándoles permanentemente valor. Sería el giro definitivo al racismo que aún es inherente en nosotros.

 

Mónica Mancera-Pérez

@mujer_tambor

 

Referencia:

Segato, R. L. (2007). La nación y sus otros: raza, etnicidad y diversidad religiosa en tiempos de políticas de identidad. Buenos Aires. Prometeo Libros.


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