Psicosoma | Autorreflexiones

30/05/2023.- Siempre he vivido rodeada de animales. En la sierra del Perú, con vacas, toros, mulas, auquénidos, carneros, cabras, gallinas, zorros, pumas, vizcachas, armadillos, mucas y el cóndor. Las festividades incluían rituales a Pachamama y rendición de ofrendas con la mejor sangre derramada, con sonidos del cacho del toro —waqra pucu—, quenas de huesos de llamas, antaras, charangos y violines dirigidos por la matriarca, mi abuela Fortunatta. Su primera nieta era vestida para la ocasión con medias de vicuña y chompas de colores. Las comidas serranas eran desconocidas en Lima: ollucos, cocha llullu, masua, charqui, chuño, jora, raíces, ajiaco, habas pase y lagua. Decía mi abuela que, como nací de pie, salí derechito a montar caballos. Recuerdo al Lucerito bayo y al alazán. Otras celebraciones eran las fiestas de los Danzantes de Tijeras, hechizo natural para burlar tiempos y a las cuerdas del equilibrio. Eran herramientas mágicas con las cenizas de mamacoca.

Recuerdo mis manitas cual palomitas llevadas a cortar cintas de colores o mirar a los ojos de las llamas, tan profundos y con pestañas espesas. Preciosas ñustas vestidas de rojo, verde y amarillo.

Era tan normal beber sangrecita caliente y espumosa, bien elegida para que hubiera cosechas abundantes y las crías aumentaran para la alimentación de todos.

Los viajes de adolescencia eran pocos y el tiempo en la ciudad era siempre rutinario, viendo televisión y usando teléfonos, carros y trenes. Me costaba interactuar, pero era rescatada en la inmensa casa por los animales: gatos, perros, carneros, pavos y gallinas. Jugaba a las escondidas y desaparecía con ellos. Madre siempre estaba enferma, y el servicio me peinaba, llevaba al colegio y daba de comer. Padre me sentaba en sus rodillas a cantarme y contarme los cuentos de la sierra. Las propinas de soles de oro eran mis alegrías, ahorradas en un chanchito de yeso. No sé cómo apareció mi primer perro, de nombre Chessman, en honor al reo que escribió muchos libros en su defensa, pero finalmente murió ejecutado en la cámara de gas.

En Costa Rica, la gata Mitzsha me eligió y compartimos casi todas las noches de sus últimos años de vida. En las tardes se acostaba en mi pecho y ronroneaba. Su energía me llenaba de alegría. Soñaba en estado de vigilia con paisajes nunca vistos. Era la época de reclusión pandémica en los que esperaba los "partes de guerra" anunciados por el ministro de Salud. Cerraron los aeropuertos y no podía regresar a Venezuela. Siempre recuerdo la voz amorosa de Nómar diciendo: "Aprende, que no te voy a durar toda la vida". Y era cierto: el cáncer del pulmón se lo llevó rápido y nuestros planes se cayeron. Fuimos una pareja tan codiciada, a la que le pusieron tantas "conchitas de mango"... Su temple ante cualquier circunstancia, el cómo ponía sus manos en el fuego por mí, como yo por él, y su confianza me ayudó a ser autónoma y mostrar mis escritos y mi cuerpo vistiendo escotes. Ahí estaba su gata Andunalia, de su primer matrimonio. Cuánto me asombró su amor. En esa época, los perros me ayudaron a crear puentes de comunicación.

Los animales sienten nuestro estado anímico y hasta suspiramos juntos. Los gatos nos relamen carrasposos. La conexión animal instintiva es inmediata, a través de sus miradas. Estos mamíferos nos leen el rostro y dan apoyo terapéutico. Así, la gata Mitzscha abandonó a su dueña para sanarme; era de una personalidad tan segura. Todas las tardes venía directo al pecho a calmar mi duelo. En el estado de vigilia me centraba en darme cuenta de la nueva realidad.

 

Rosa Anca


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