Caraqueñidad | Algunas diversiones mecánicas del siglo XX

Coney Island, Chicolandia y El Conde brindaron 

05/06/2023.- La Caracas en expansión de mediados del siglo XX conquistó espacios que los nuevos pobladores fueron transformando en diversión, cultura y servicios, para un mejor aprovechamiento del tiempo y de las novedades propias del modernismo.

Fue el pionero Coney Island, emporio de la diversión, el que complació el variante gusto que acrisolaba saberes y peticiones al ritmo de la explosión demográfica. Como contraste ante el ambiente bélico mundial, desde su inauguración en los años cuarenta, el gigante del esparcimiento brindó diversión hasta su mudanza a Los Palos Grandes y posteriormente a La Paz. Tenía música en vivo, circos, exhibiciones, exposiciones y otros entretenimientos.

Tuvo el sello de fábrica del arquitecto caraqueño José Antonio Borges Villegas, quien fue contratado por el genocida español Francisco Franco —paradoja o ironía— para montar el gran parque de Montjuïc, Barcelona. Así resultó otra creación del experto venezolano.

Su obra en Venezuela fue continuada con el entonces novedoso Chicolandia     —asentado en Boleíta—, con marca heredada por Pancho Borges, hijo del arquitecto jefe José Antonio.

Vale decir que el ingenio y la prolijidad de Borges Villegas —a quien además se le atribuyen los primeros boliches capitalinos— no tenían límites: comprobado su éxito en España, retornó a Venezuela y en los años setenta montó el Safari de Margarita, que luego reprodujo en Cabrero, España.

Diversión mecánica

Esa Caracas de los años sesenta estaba contextualizada en el movimiento hippie, con protestas contra la Guerra de Vietnam, la guerrilla urbana y otros fenómenos sociales calificados como rebeldía de aquella indómita juventud.

El Coney Island cumplió sus ciclos en las dos direcciones iniciales (San Martín y Los Palos Grandes) y su posterior mudanza a La Paz. Luego le pasa el testigo a Chicolandia, en Boleíta. Ideal para que la familia acudiera los fines de semana a consentir a los pequeños, sobre todo a los que hubiesen logrado buenas calificaciones en los estudios. Justo intercambio: notas por entretenimiento. Y funcionaba…

Era un parque de diversiones completo. Diseñado para adultos y niños; además, a muy bajos costos... amén de los sempiternos coleados…

En los bolsillos de los usuarios reposaban los tickets —parecidos a los del cine, impresos en cartulina rosada, azul celeste y amarillo pálido— adquiridos en las taquillas. Eran recibidos por los operarios, que en ocasiones se mostraban caritativos y daban chance a los más desprovistos.

Te recibían las lanchitas de la entrada, acompañadas por los infaltables carritos chocones, la montaña rusa, la casa del terror y un diverso carrusel en el que cohabitaban caballos, motocicletas, helicópteros y otras naves terrestres e intergalácticas que le daban rienda suelta a la imaginación de esa sana juventud en esos días no tan remotos.

Eso fue en los años setenta... Hoy Chicolandia hace vida en Barquisimeto… y el vetusto rollo de tickets está concentrado en un brazalete magnético sujeto a la muñeca de cada usuario que va descontando su valor según el uso de cada aparato.

 

Llegó El Conde

Nos trasladamos al corazón caraqueño, donde hoy está la estación Bellas Artes… por esos lados funcionó el parque El Conde, ideado por el arquitecto Jorge Castillo, quien proyectó inaugurarlo en 1967 en el marco de los cuatrocientos años de la fundación de Santiago de León de Caracas, pero como siempre sucede, las obras se retrasaron, quizás por un "supercalifragilisticoespialidoso" sabotaje. El moderno ensamblaje para la distracción y las artes nació un año después y estuvo activo hasta mediados de 1973, porque en esos terrenos cobraría vida el ambicioso proyecto urbanístico Plan Rotival. Pero como ya se dijo, en este bendito país, aparentemente, las cosas nunca se dan según los planes…

Su céntrica ubicación le daba ventajas con respecto a Chicolandia. No había metro para entonces, pero se llegaba en carritos por puesto y en las entonces novedosas busetas que transitaban por la avenida México o la Bolívar.

Dicen quienes aún lo recuerdan que eran mejores los carritos chocones, la rueda o carrusel de altura de sillas movibles, el ciclón, la montaña rusa y el tobogán azul del parque El Conde. Aquel era un tobogán muy alto, de fibra de vidrio, con especial inclinación para que los usuarios tuviesen un veloz y emocionante descenso, envueltos en la empírica seguridad que suponía el saco deslizador que entregaba el operario en la cima antes de repetir, como loro, las instrucciones para aminorar los riesgos.

Advertían no sacar las manos en el descenso para evitar la fricción con las gomas negras diseñadas para minimizar posibles daños colaterales en caso de contratiempos… Entre curiosidad y necedad, mucha gente lucía tiempo después las huellas de la rústica goma "salvavidas" del tobogán en el que cada usuario soñaba con sus ídolos que años antes habían sembrado pasión por la velocidad en los circuitos automovilísticos callejeros de Los Próceres y La Paz. Quizá el tobogán azul sirvió para que cada uno imitara a los astronautas que en esos días llegaron a la Luna en el Apolo 11.

Ni hablar de la casa del terror. Como este parque funcionaba en lo que fueron la ruinas de la Seguridad Nacional, cuentan que a toda hora se oían voces de lamentos, quejas y sollozos de los espantos de quienes dejaron la vida ante los torturadores del régimen perezjimenista.

Nadie escapó de los tentadores perros calientes de Bs. 0,25 (un medio) y después de Bs. 0,50 (un real), las manzanas acarameladas, el algodón de azúcar, los helados de paleta y los tradicionales refrescos. Casi todos compraban el frasquito de burbujas de espuma y se tomaban fotos que luego les entregaban en un visor miniatura a manera de llavero.

Hubo otro sitio por Las Mercedes y después, mucho después, abrieron el Italoamericano, Bimbolandia, Divertilandia y Diverxity.

 

Luis Martín


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