Caraqueñidad | Las rockolas en peligro de extinción

Aunque el desamor y el despecho sigan vigentes

Esa noche salimos de la guardia de la sección de Deporte en el diario El Mundo, con risas por el infaltable chiste del siempre jovial Rafael “CC” Mujica, con sed para completar la alicorada jornada que habíamos iniciado gracias al contenido de la cantimplora de Olvin Villarroel, y con el itinerario trazado por los ya veteranos Carlos “Chigüire” Romero, Omar Hernández y Nelson Contreras, quienes convincentemente nos conminaron a oír la rockola de su bar preferido, el Equis Ve, como ellos llamaban al Luis XV, una cuadra más abajo del Ministerio de Educación, en pleno centro de Caracas.

Simón Piña y yo –para llegar a viejos– les cogimos los consejos. En un santiamén estábamos en el botiquín, entre luces de neón y un pesado ambiente por la mezcla de humo con olor a nicotina, mariguana y bazuco, que se colaba desde la calle donde fumaba un grupo de malvivientes que no lo disfrazaba ni el corneciervo del baño rancio.

Había varias mesoneras de pasada edad, el portu de la barra y el fondo musical de la rockola, dominado por Rocío Durcal, Juan Gabriel, varias rancheras, José Feliciano, Felipe Pirela y el impelable rey de las madrugadas y las soledades, el Ruiseñor de América, don Julio Jaramillo.

Para evitar el ratón pedimos dos y dos y dos y dos más. Bien frías estaban. Con ese ambiente y las punzantes canciones, resultaba inevitable cortarse las venas por el despecho promovido en cada letra.

Empezamos a compadecernos de los demás antes que de nosotros mismos. Surgieron anécdotas y nombres. Recuerdo a Cáncer, como bautizamos –por tóxica– a una buenísima secretaria –su nombre real era el más bonito del zodíaco. Coño, carga loco al pana. Va a perder el matrimonio, porque el sobre de pago –se cobraba por taquilla semanalmente, nada de cuentas bancarias, pago móvil no existía– ya lo perdió. Entre canción y canción y entre birra y birra pasaba lento el tiempo. Una letra era más arrecha que la otra. Recuerdos y vivencias afloraban hasta que uno se acercaba a la barra o llamaba a las “muchachas” para que cambiaran monedas por fichas para darle rienda suelta a la rockola.

Cómo olvidar la 316-A. Esa era Costumbres, de Rocío Durcal. Sin dudas, la que más sonaba. Y empezaba la selección. Uno que otro merengue de esos muy malos para matizar la nota y dos birras más y más chismes y más cuentos de despechos.

Ahí, en ese sitio, nos agarró el madrugonazo del famoso 4F. Una pea histórica en una rocola para la eternidad.

 

Inocentes ignorantes

 

Qué íbamos a saber Simón y yo que estábamos ante uno de los más perfectos inventos del hombre en el que se aliaron la electricidad, la música, la industria discográfica incluyendo la distribución, el despecho y el aguardiente. Solo sabíamos de eso último. El Equis Ve se volvió nuestro antro favorito. Ya uno se sabía de memoria los códigos de las canciones que debíamos seleccionar para amenizar los cuentos y los dolores del alma por las irreparables pérdidas de novias serias y de amantes insaciables. Por supuesto, había rockolas en todos los botiquines de Caracas, pero ese era especial.

Imposible que supiéramos que luego de varios intentos por replicar de manera automatizada algunas canciones en una caja de sonido, en noviembre de 1887 se oficializó la jukebox, el máximo invento para deleitar el oído con música grabada.

Le antecedían –luego fueron competencia– las pianolas, vitrolas y el tonophone de la Wurlitzer –fabricante de instrumentos musicales–, pero estos aparatos no tenían ni la variedad ni la calidad del sonido que fue perfeccionando cada vez más la rockola, hasta adueñarse de todos los escenarios musicales de finales del siglo XIX y la mitad del XX, en los días de la Segunda Guerra Mundial, que coincidieron con la expansión de la industria disquera, base del moderno invento.

“Las primeras y más conocidas máquinas de música han sido Seeburg, Wurtlitzer, Rowe y Rock-Ola de donde tomó el nombre popular. La mayoría de rockolas que llegaron a nuestro país en su momento, provinieron de Estados Unidos”, indica el ensayo difundido en varias redes sociales denominado Pasado, presente y futuro de la rockola.

Imposible que Simón y yo, entre birra y birra, supiésemos que las grabaciones que se hacían en cilindros, previo a la rockola, se oían en un fonógrafo, que consistía en “un sistema de grabación mecánico y análogo, en el que las ondas sonoras son transformadas en vibraciones mecánicas mediante un transductor acústico-mecánico. Al principio se utilizaron cilindros de cartón recubiertos de estaño. Más tarde de cartón parafinado y finalmente cera sólida”, antes del disco, según explica el mismo ensayo.

La industria disquera evolucionó y exigió nuevas propuestas que surgieron con un disco matriz metálico del que se hacían copias en diversos materiales que fueron efectivos, pero experimentales hasta llegar a la laca y posteriormente al vinilo, producto derivado del petróleo, que permitía abaratar costos de producción para consumo masivo, un mejor sonido y durabilidad.

La dinámica histórica agregó cambios significativos en aquellas cajas sonoras: la calidad y el tamaño de los discos –primero fueron los grandotes de 78 revoluciones por minuto y luego de 45 r.p.m., el perfeccionamiento de la reproducción sonora y su calidad, así como el aspecto físico de cada sinfonola, como se le llegó a decir en sus inicios. Le agregaron luces, ornatos en la ranura para introducir la moneda que serviría de suiche de activación, y otras novedades como la lista de escogencia de las canciones ofrecidas.

Esos aparatos llegaron a utilizarse como reproductores musicales de carácter público en las grandes tiendas por departamentos, salones de fiesta e importantes hoteles estadounidenses.

 

 

Desde los años 40

 

Aunque estábamos seguros de que la rockola de ese antro tenía unos cuantos años, jamás podríamos haber imaginado que los antecedentes en el país datan desde los inicios de los años 40.

Dicen que en aquellos días con un bolívar de plata –así era nuestra moneda– sonaban cinco canciones y con un medio solo una. Menos podíamos saber que esos discos eran todos importados desde Cuba, Colombia, Argentina o Estados Unidos. Ni que el primer disco editado en nuestra querida Caracas tiene fecha de 1946, cuando apareció el vinil de dos canciones. Lado A: Desesperanza. Bolero de María Luisa Escobar. Lado B: Diamante negro. Pasodoble en homenaje al torero Luis Sánchez. Intérprete: Alfredo Sadel. Vendió más de 20 mil copias. Por supuesto, apoyando su difusión en las concurridas rockolas que desde la capital se diseminaron por todo el país.

“En una noche callada / te fuiste y no has vuelto. / Mi vida entera te llama / y anhela tus besos, míos. / ¿Es que tú acaso no escuchas / mi grito doliente, / la voz de mi alma / que llora tu amor? / Y te pide que vuelvas”, tremendo puñal para el alma. ¡Cómo no iba a cuajar esa fórmula: despecho, aguardiente, rockola, ventas!

De allí nace esa clase de cliente, de cualquier nivel, con el corazón roto, llamado “el despechado”, según explica en su artículo Las desaparecidas rockolas, el profesor Manuel Monasterios, quien agrega que a inicios de los años 50 mandaban en la industria romántico-etílica-musical figuras consagradas como Daniel Santos, La Sonora Matancera, La Billo’s Caracas Boys, Los Torrealberos, Pancho Prin con sus joropos tuyeros, y los mexicanos Jorge Negrete, Pedro Infante, Toña la Negra, y el más famoso trío de boleros integrado por el Güero Gil, Chucho Navarro junto al boricua Hernando Avilés, Los Panchos.

Hasta que llega la hegemonía del ecuatoriano Julio Jaramillo, tan infaltable en los botiquines como los lagrimones, el despecho y la curda misma. En esencia es tristeza, atropello al orgullo, fin del amor con ínfimas esperanzas de superar el duro escollo de la traición, la soledad o la muerte en vida: “No puedo verte triste porque me matas”.

 

Engañar dos veces

 

Una particularidad de este cuento, que es verdad y por eso te lo cuento, es que el ambiente rockolero, por tradición, por costumbre, es netamente machista. La víctima es el hombre. El engañado es el hombre. El despechado es el hombre. El traicionado es el varón. Y a llorar por esas desgraciadas, aunque mal paguen.

Allá vemos, en un rincón a uno de los desafortunados, víctima del desamor de su chica. Tragos y tragos y canción y canción. En eso se le acerca un conocido, que no sabemos cuánto lo aprecia y trata de consolarlo con otro modo machista: “Tranquilo, compadre, que un amor sin cachos es como un jardín sin flores”. Y vuelve a llorar el despechado. “Pero, compadre, usted no ve que el cacho me lo montaron a mí. Déjese de eso. No es gracioso”.

“Pues búsquese a otra y rapidito la engaña. Cuando lo descubran y le reclamen, pida perdón, pero de inmediato vuelva a engañarla. Dijo el sabio Salomón que el que engaña a una mujer no tiene perdón de Dios si no la engaña otra vez. Esa la canta el papá de Mark Anthony, el viejo Marco Antonio Muñiz, entonces debe ser verdad. Anímese”.

El tipo reaccionó, se medio animó, pero de inmediato se sumergió de nuevo en su dolor y en su desesperanza, porque siempre son ellas las malas.

¡Qué trampa tan falsa y tan machista!, diría el libro de la vida.

 

 

Canto a la soledad

 

En esto sí estábamos claros Simón y yo –como en la esencia de las letras del tango tradicional–: se hace una loa a la soledad del hombre en la música de rockola en general. Eso tienen en común casi todos los temas: elevan el nivel de tristeza y el despechado trata de disiparla con tragos. Vengan dos más, bien frías, portu.

En tal sentido, tomamos del poeta barinés, Arnulfo Quintero López, un trío de piezas de su poemario De rockolas, sombras y olvidos, editado por El perro y la rana en 2011, donde hace clara alegoría a la soledad, aunque con cierta esperanza, quien sabe de qué. Expone en su prefacio: “En el bar nosotros en el brindis ofrendamos abriendo camino a la esperanza”.

 

“Soledad”

Es fácil desprenderse al infinito, navegar selvas oscuras descendiendo hasta los redobles de campanas que / presagian la tormenta. Todo es sencillo, basta con romper / un grano de arena y remontarnos a los orígenes del sueño, / al teatro cotidiano cuando entrecruzas la puerta de la / noche y me enseñas tu rostro de canción difusa. (Página 53).

 

“Ahí”

Imagina:  / Abrir el silencio / y escondernos ahí / por varios siglos. (p. 56).

 

Y quizá el más representativo:

 

“Cuando nadie aceche”

 

A Beatriz

 

Desenfúndate de tu miedo, colócate en el centro de / las horas y no temas al desarrollo de tu síntesis. Es posible / que ahora cuando tratamos de definir lo indescifrable / logremos persuadirnos y volver a mirarnos sin temor; / pero si te detienes ahí donde piensas, no lograrás desenterrar mi ancho pachuelo, prolongación de despechos / en tardes de lluvias. /

 Tócame con tus alas cuando deambules por la ciudad / lanzando dentelladas a los duendes nocturnos. Acecha / mis pasos como todos y prepara tus gritos para hundirlos / en mi sangre. No olvides que la ciudad desde su centro / amenaza a los que saltan buscando prolongar su vuelo. /

¿Qué sabe el tiempo de los que esperan? /

¿Qué sabes tú del hambre y de mi frío? /

 Posiblemente yo muera una tarde, no en París como / Vallejo, pero sí con lluvia y la tristeza de haberte visto / regresar desde el círculo sin haber adivinado el porqué de mis pasos. (p. 50).

Mientras que Danny Valdiviezo se nos antoja ultrafatalista. Cada uno de sus relatos, publicados en La Rockola de la Muerte del bar de la avenida Las Ferias (Valencia, Carabobo), acaba con la vida de todos sus personajes.

 

Pon un vellón a la vellonera

 

El hecho innegable de que Julio Jaramillo es el rey de las rockolas les da a los ecuatorianos altos quilates de credibilidad en el tema, por su seguimiento, aporte y tradición. Es así como tomamos la expresión de un rockolero de esa nación sureña, Máximo Escaleras, quien afirma que ese movimiento del lamento rockolero es “la expresión del sentimiento popular, porque con ella se cuentan historias de amor y despecho”, y aunque hay quienes sufren y se desviven por ello, las historias cotidianas y la música le sazonan, a su manera, la vida.

Por eso, en un sentido menos entreguista –aunque en solidaridad con los despechados–, decidimos buscarle otro significado al aleccionador ambiente rockolero. Se trata de oír sus canciones, comprender las celebraciones y los sufrimientos de los fracasados, quienes se entregan a la curda, aspecto que compartimos para hallarle sentido a la vida, levantarse y seguir.

Por eso, recomendamos la magistral pieza Disco bailable, de los Hermanos Lebrón: “Ponle un vellón [moneda de cinco centavos] a la vellonera [nombre de la rockola en las Antillas], / compay, que quiero oír, / un periódico de ayer, linda mujer, salsa y control, / y así se compone un son”.

Lo trágico del asunto es que tanto las rockolas como los bares donde funcionaban, por la inseguridad y el costo de la vida, están realmente en peligro de extinción, aunque los despechados y las soledades sigan cada día más vigentes.

 

Luis Martín

 


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