Palabras... | Padre vida

22/06/2023.- Un día estaba sembrando yo unos chaguaramos en el solar de Resolana, la casa donde vivía, en el barrio El Carmen, de Barquisimeto. El objetivo, embellecerlo, buscando ostentar esa exquisita arrogancia intelectual de un recién graduado universitario. Marcos, mi padre, de quien era vecino, se acercó y me preguntó qué estaba sembrando. Le respondí: "Chaguaramos". "Voy a darle un consejo...", me dijo. Entonces él tendría más de setenta años, yo unos treinta y cinco o más.

Mire —me empezó a explicar—, esas matas son muy peligrosas, atraen los relámpagos. Además, uno el pobre siempre tiene que sembrá pa comé. Ahí, como usted ve, tengo esa matica de tamarindo, ya está dos veces más grande que yo y ya parece que va a dar semillas.

Yo, como hijo malcriado, incluso estudiado, que siempre cree que sabe más que los padres, inmediatamente lo contrarié y le mal respondí: "¿Usted sabe cómo es la cosa, Marcos? Que a lo mejor ni usted ni yo estaremos vivos para cuando estas plantas estén grandes".

Él, vestido sencillamente, como siempre, todo de kaki de mucho uso, se retiró sin decir palabra alguna y al paso lento de la vejez entró de nuevo a su casita, traspasando la cocina hasta su cuarto, dejando atrás unos patos flacos y algunas gallinas y pollitos que creían que Marcos les iba a dar maíz picado.

Pronto me di cuenta de lo bruto que había sido —y eso que yo estaba recién graduado de licenciado en Psicología—, además de que ese espacio me lo había regalado él cuando yo no tenía ni siquiera dónde caer muerto. Dejé lo que estaba haciendo y me fui a pedirle perdón. Hice intento de entrar a su cuarto. Desde la antesala vi que estaba sentado en la cama, la misma vieja cama de siempre, vencida por el tiempo como el escaparate, mobiliarios que nos acompañaban adonde quiera que nos mudáramos; pero noté también cuando se limpiaba las lágrimas. Eso me conmovió demasiado y no pude seguir a decirle a lo que había ido. Indiscretamente, me fui y salí al traspatio donde igual se me acercaron las gallinas y unos pollos y unos patos, a lo mismo.

Ese sentimiento me marcó para siempre. Cada vez que hay lluvia, truenos y relámpagos, me impactan, trasladándome a recordar aquellos momentos y aquellas sus palabras.

Muchos años después, hice un viaje con Efrén Montilla, el Negro Rojas, Anusky Montilla, Mariela y Maribel Matute a Canaima. Duramos más de un mes dando vueltas por esos extraordinarios y bellos parajes, hasta que regresamos de ese largo periplo, al que nos había invitado el Negro Rojas, impregnados de increíbles anécdotas.

Llegando a la casa, cansado de tanto viaje, me impresiona que no ubico la casa, no la identifico. Pasé varias veces y dije: "Esta tiene que ser" y, en efecto, esa era. La situación era que tanto la puerta como el frente de la casa, que tenían hechos por encargo un diseño artístico, de manos del recordado amigo poeta Guarecuco, atrayente, resaltante, colorido como nunca precedente alguno en el barrio existió, había sido borrado. La pared había sido pintada toda de blanco cal, la puerta, de blanco aceite, y también el portón. Todo.

Marcos tenía una ventana que daba a la calle, por donde vendía lo que había en la bodega: sardinas, papel higiénico, caramelos y refrescos como monte. Hacia allí me fui, muy molesto, para averiguar lo que había pasado. "Marcos —le dije—, ¿usted sabe quién pintó la casa así?". "Yo fui, hijo", me respondió muy humildemente. Rápido le contesté: "¿Por qué usted hizo eso, sin pedir permiso? Eso no es suyo y es una falta de respeto. Yo no voy a venir aquí a su casa a tomar decisiones sin primero decirle a usted".

Con una voz muy suave y lenta, como su caminar, me argumentó su intuición:

Yo la pinté porque, como usted metió los papeles para que el gobierno le conectara el agua, y ya hace meses que no vienen a ver, pensé que era porque la casa estaba pintada de mucho verde, que es el color del partido Copei, y ahorita están mandando son los adecos, que su partido es el color blanco...

"¿Cómo usted va a pensar eso, Marcos? ¿Cómo va a creer que por eso es que no han instalado la tubería del agua? Eso es ser muy ignorante, Marcos. ¡Qué vaina con usted!", y me fui echando pestes, sapos y culebras por la boca.

Al siguiente día, salí para Caracas, a ver si podía solucionar otros papeles que había introducido en el Ministerio de Educación. Por allá me quedé como una semana burocrática buscando resolver, y tal vez pasar el malestar. Regresé a Barquisimeto. Sería cerca de las dos o tres de la tarde, recuerdo que era marzo, el mes del sol infernal que deshidrataba y lo volvía a uno pura sed, parecido al calor de aquella bellísima canción llanera, Ojos de candela en marzo. Mientras más me acercaba a la casa, más se me acrecentaban las ganas de tomarme, a "tucún, tucún", una cola Marbel, en la bodega de Marcos. Al llegar a la ventana de la bodega, ajeno a todos los sucesos, le pedí a Marcos la gaseosa. Y así me recomendó: "Hijo, no tome esos refrescos que hacen mucho daño, que dan diabetes y rabia", y se fue hacia la neverita y sacó un recipiente de plástico grande, lleno de jugo, y en un vaso me dio a beber. Y me precisó adicionalmente: "Tómese más bien un juguito de tamarindo, que refresca más y es más alimento. Ya la matica que sembré aquella vez me dio tamarindos". Así remató y a mí me dio en la torre, como dicen, pues caí en cuenta.

Me quedé ausente, incómodo, trastocado. De inmediato se me vinieron atropellados todos aquellos recuerdos, con todo y malestar. Me bebí pronto el jugo. Honestamente, estaba "calidad" y muy frío como lo necesitaba, pero sentía que debía irme de allí. La situación me era muy penosa. Al recibirme el vaso, me preguntó si quería más y que cómo estaba el jugo. "Bien", le dije, y me fui, pero antes de irme, me informó que había llegado una gente buscándome: "Yo les dije que usted no estaba, que vinieran el lunes. Yo no les quise abrir la casa. Es la gente que va a instalar el agua".

A Marcos, mi padre:

Quien, a pesar de no haber hecho nada relevante en este mundo de batalla permanente, muchos mártires también cayeron por dignificar su vida obrera. Quien no huyó, ni traicionó a nadie ni abandonó nunca sus fuerzas a la intemperie, por vivir y dejar vivir. Ni odió ni gritó ni ofendió ni peleó con nadie. Él era y fue el pan que no teníamos. Un día cualquiera, sin llamar la atención, tomó, pausadamente, un cuaderno para hacer una tarea de la misión Robinson y se quedó allí, acostado en un mueble de mimbre, enfermándose, muy enfermo, casi puro hueso, sin queja alguna, sin emitir dolor ni conmiseración, sin pedir honores ni privilegios, apenas un poco de avena hervida que ya le costaba pasar por la garganta. Nada más se fue tornando humildemente solo, pero con él, como dedicado a cuidar su cuerpo, que no conoció la risa ni el manjar. El mismo cuerpo que soportó todas las miserias a las que puede ser sometido un obrero que edifica el mundo para darnos de comer y de mirar; pero también el cuerpo, su única herencia, el de todos los silencios y explotación, que como pudo le dio de comer a él y a todos nosotros. Qué más le puedo recordar sin sufrir. Gracias por haberme hecho su familia, es lo menos que le puedo decir, en estos versos pobres y en esta lucha que lo recuerda.

El mundo igual sigue sin nosotros, cuando torpe o insistentemente en una hermosa idea o final nos bajan de él. Solidario o arbitrario, pobre o rico, con el sudor o ventajas respectivas, cumple con apartarles la luz a los que no han llegado.

Más allá del adiós que nos enseña a diario, sin hacer tanto escándalo ni dolor, nos vamos yendo poco a poco de los oscuros días "en paz", días "que han pasado sin ti"1.

Hoy, mientras escribo en su memoria este agradecimiento por sus enseñanzas, no dejo de olvidar aquella frase que Marcos me dijo, hace tiempo ya, en casa de Ramón Mendoza, San Diego, Carabobo, cuando le insistí que nos quedáramos a dormir ahí, porque así lo habíamos acordado, además porque ya era tarde para irnos. Y me preguntaba yo por qué teníamos que irnos, hasta que me convenció profunda y certeramente cuando me dio su parecer, y nos fuimos tarde noche, y sin explicaciones, a nuestras casas en Barquisimeto, la mía que llevaba por nombre Resolana y la de él que nunca tuvo nombre.

Manejaba pensativo y había mucho silencio aquella noche ya, y usted iba atrás en el carro. Con mucho gusto y placer fui su chofer por primera vez en su vida y en la mía, en nuestro único viaje juntos. Recuerdo que iba usted orinando mucho a cada rato por el camino y tuvimos que orillarnos cada vez.

En esta ocasión ya no podía contrariarle, era muy contundente y bella su razón de partir a casa, desde donde Ramón y Matilde, y esto fue lo que me dijo: "A las patas siempre le hacen mucha falta la tierra que pisan”, como a mí en este instante en que muy lejano ando de mi país y que, perfectamente, ahora lo comprendo mucho más.

 

Cielo A

Si las estrellas

trabajaran como mi papá

se vestirían de kaki.

En la noche cansadas dormirían.

Y poco a poco

se pondrían flaquitas.

Y poco a poco

se irían quedando solas.

Y poco a poco

se les iría acabando

la risa,

la luz

y los años.2

[...]

Si al fin deciden

reconstruir este mundo:

no lo pidan a Dios.

no busquen un arquitecto.

 

Más bien

llamen a un obrero,

un niño,

un soñador,

a los pájaros y a las hormigas.3

 

Carlos Angulo

 

Referencias

 

1 Angulo, C. (2020). Me imaginé el mundo sin ti. Guatemala: Estrella Editorial.

2 y 3 Angulo, C. (1983). Los inversos de la niñez. Caracas: Editorial Tinta, Papel y Vida.


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