Punto de quiebre | Su ángel de la guarda venía vestido con harapos

A no ser por aquel hombre, tres delincuentes hubieran secuestrado a la joven universitaria

04/07/2023.- La avenida San Martín estaba muy concurrida a esa hora de la tarde. Iban a ser las seis y amenazaba con destaparse un aguacero. Los transeúntes caminaban apuraditos con la intención de llegar lo más pronto posible a sus casas. Los motorizados se desplazaban como locos haciendo zigzag y los conductores de los autos, que también querían arribar a sus destinos, debían lidiar no solo con el tráfico, sino con las embestidas de las motos. No sé qué pasa en esta ciudad, o si así ocurren las cosas en todas las grandes capitales, pero aquí, en Caracas, la gente se transforma cuando hay amenaza de temporales.

La avenida paralela a la San Martín no estaba tan abarrotada como de costumbre, pues más que todo es utilizada por las personas que requieren ir a la maternidad Concepción Palacios, los que estudian en una sede universitaria ubicada casi al frente o alguno que otro que viva por allí, aunque no son muchos.

Aquel hombre estaba sentado en la acera, a un costado de la maternidad. De día desaparecía, quizás recorriendo los sectores más recónditos en busca de algo de comida, pero cuando la tarde comenzaba a caer, él llegaba para acomodar su rincón con intenciones de echarse hasta el día siguiente. Tenía el pelo largo, desarreglado y como empegostado, pero intentaba acomodárselo a cada rato con sus gruesas y mugrosas manos. Llevaba puesta una franelilla que alguna vez fue blanca, pero encima tenía una franela deshilachada y sucia, una camisa abierta, porque no le cerraba (el dueño original de seguro era más flaco), y, por último, una chaqueta harapienta. Era difícil imaginar su edad, pero podría estar cerca de los cuarenta. Apenas se podían ver algunas canas en su espesa barba. Es posible que haya sido de tez blanca en algún momento, pero se le había curtido luego de tantos baños de sol.

Cuando lo vi se estaba comiendo un pedazo de arepa que quizás se le había caído a alguien o que había tirado por estar lleno. Varias migas se le enredaban en la comisura de los labios. "Buenas tardes", le dije, y me miró como sorprendido. No era muy común que alguien se fijara en él, pues cuando lo veían a la distancia, preferían cruzar la calle. "Buenas tardes", me respondió, al tiempo que levantaba una de las manos en señal de saludo. "Buen provecho —agregué—. Tal vez debería buscar un sitio dónde guarecerse. Lo que viene es agua pareja". "Un poco de agua quizás no me caiga mal —me contestó entre risas—, de lo que sí tengo que estar pendiente es de no mojarme la ropa, porque ahí sí es verdad que se subirá la gata a la batea y no podré pegar un ojo esta noche por el frío". "Deberías ponerte allá, en la entrada de aquel edificio", le sugerí. "No, qué va —argumentó—, la otra vez me puse ahí y un tipo con cara de policía salió y me armó un peo, y como no le hice caso, me echó un poco de agua". "Bueno, nada, feliz tarde. Toma esto para que te compres un café", dije a manera de despedida y continué mi camino.

Una muchacha de amplias caderas, vestida con jeans, zapatos deportivos y una franela pegada, caminaba apuradita y casi que no le dio tiempo a esquivar al menesteroso. "Buenas tardes, princesa, que Dios me la lleve con bien...", dijo él, sacando un poquito el pecho. Pero la mujer optó por ignorarlo, se tapó la nariz y hasta puso cara de miedo.

Un auto pasó a poca velocidad y se detuvo justo al lado de la muchacha. Tres hombres se bajaron y la abordaron. No debían llegar a los veinte años. La joven se aterrorizó y comenzó a llorar para que no le hicieran nada. Uno de ellos la golpeó y la arrojó al piso. Luego la agarraron entre los tres y la fueron arrastrando, con intenciones de meterla en el vehículo. Ella se revolvía con fuerza y empezó a pedir auxilio. Uno de los hombres abrió el maletero y entre todos la cargaron para arrojarla dentro.

"Yo creo que es mejor que la dejen tranquila", les dijo el menesteroso. Tenía un tubo en la mano derecha y un pequeño cuchillo en la izquierda. "Tú no te metas en este peo, mendigo de mierda. Busca tu muerte natural", le gritó uno de los jóvenes. El tubo se estrelló contra sus piernas y lo hizo caer de dolor. "Pero ¿qué coño te pasa, viejo marico?", lo insultó otro de los hombres. El mendigo avanzó hacia él de forma amenazante. "Esta es mi casa y en mi casa nadie jode a nadie", dijo el menesteroso con voz firme y decidida. La muchacha había sido soltada, pero no atinaba a levantarse y correr, sino que permanecía allí, tirada en el piso, incrédula. Los tres jóvenes quizás entendieron que ya no contaban con el factor sorpresa y se percataron de que mucha de la gente los estaba viendo desde la maternidad, por lo que decidieron suspender sus planes, montarse en el auto y huir a toda velocidad.

El menesteroso se les quedó viendo, como si quisiera grabarse el número de las placas del auto, luego miró a la muchacha, dio media vuelta y se dirigió a su rincón. "Gracias, señor, usted es mi ángel de la guarda", escuchó decir a sus espaldas. "A mí no me des las gracias, dale gracias a Dios de que había comido algo y todavía me quedaba un poquito de fuerzas", dijo el hombre en voz baja, como si hablase para sí.

 

Wilmer Poleo Zerpa


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