Micromentarios | El vuelto en oro

11/07/2023.-  Un hecho en torno a la dolarización de nuestra economía sobre el que nadie habla es que la misma ha generado una nueva forma de discriminación social y racial.

Hay quienes sostienen que en Venezuela jamás hubo episodios discriminatorios hasta la llegada de Hugo Chávez al poder, pero quienes los padecimos desde niños sabemos que no es así.

Las discriminaciones comenzaron con mi nacimiento. Ello porque fui hijo de una madre soltera. Luego sufrí rechazos por el color de mi piel, que es el de los nacidos en los trópicos; por ser miope; por gustarme la escritura y, al mismo tiempo, practicar deportes, algunos compañeros de estudio me tildaban de homosexual por tal gusto y otros y otras de casi bestia por jugar béisbol y practicar atletismo.

Más adelante, por ser escritor y periodista y no médico, abogado ni ingeniero. Por no tener dinero, por profesar ideas de izquierda, por no ser machista. También por escribir libros para niños y jóvenes; por ser un autor cuyos libros tienen buenas ventas –“si se venden bastante, quiere decir que no tienen calidad”–; por no importarme la moda y vestirme “como si le robara la ropa a mi abuelo”.

La dolarización ha traído sobre mí y sobre quienes no somos altaneros ni tenemos la piel blanca otra forma de discriminación en los comercios al pagar con dólares.

En supermercados, restaurantes de comida rápida y tiendas, al darme el vuelto siempre intentan entregarme los billetes más ajados, sucios, rotos y deslucidos. A quienes no actuamos con petulancia se nos considera pendejos y se nos trata como tales.

El más reciente episodio me ocurrió en el supermercado. Di un billete nuevo de cien dólares que recibí como parte de un pago.

La cajera, una chica de mi mismo color de piel, pidió cambio a la coordinadora y recibió dos billetes de cincuenta también nuevos. Los guardó en la caja y del fondo de esta extrajo uno en deplorables condiciones.

Lo tomó entre el índice y el pulgar, sin ocultar su asco: arrugó la cara, se le movieron las aletas de la nariz como si olfateara un hedor terrible y, retadora, me entregó un billete de cincuenta con roturas por doblez; un pequeño agujero bajo el corbatín de Ulysses Grant; ajado como acabado de salir del bolsillo de un borracho; sucio, tal si lo hubiera pisado un regimiento de infantería en la selva.

No lo acepté y, tras oponerse a darme otro, cuando amenacé con dejar la compra, a regañadientes me entregó uno nuevo.

Recordé que, días antes, en mi presencia y en otra de las cajas, una señora cincuentona de piel blanca, súper emperifollada, con más anillos que dedos, más pulseras que brazos y dos collares, como si fuera una extraterrestre con dos cabezas y dos cuellos, al momento de pagar, le advirtió a la cajera:

–¡A mí no me des billetes feos, mira que yo conozco a los dueños de esta mierda de supermercado y, si me da la gana, puedo hacer que te boten!

La cajera, temblando, le entregó como vuelto puros billetes que parecían acabados de imprimir.

Armando José Sequera 

 

 

 


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